Decididamente, el cine de Wes Anderson es de otro mundo, o como mínimo, de otra época. Sus películas rezuman una falsa nostalgia por un pasado naif y carente de cinismo, cargados con un esteticismo y un lectura del mundo de colores básicos y bordes delineados, perturbado por la llegada de tonos intermedios que amenazan con corromper la pureza original. Es en esa sociedad al borde del colapso donde el cineasta ha erigido su Gran Hotel Budapest y a su principal representante, el quijotesco Monsieur Gustave H., “vagos destellos de civilidad en este matadero salvaje que alguna vez fue la humanidad”.
En su última película, Anderson nos traslada, a ritmo de balalaika, al periodo de entreguerras, a la imaginaria República de Zubrowka, bebiendo a partir de ahí de una ambientación que combina y reformula la estética y cultura de los países de Europa del Este en un momento de cambio. En este contexto el cineasta fabula acerca de la aparición del nazismo o la desaparición de un orden aristocrático, demasiado embelesado en su propia estructura endogámica como para percatarse de los cambios sociales que se avecinaban. Esta anunciada decadencia queda representada en el hotel que da título a la cinta, efervescente durante los años 30 donde se desarrolla gran parte de la acción, pero marchito y olvidado años más tarde, en 1968, momento en el que el Sr. Moustafa narra su historia al escritor. A estas dos líneas temporales hay que sumar una más, en 1985, donde se encuentra una versión envejecida del escritor que será el narrador principal. En lo que se podría ver como un primer guiño al Quijote, el director establece diferentes voces narrativas en la cinta, siguiendo el juego que Cervantes hiciera en su Obra Magna. Inicialmente todo arranca de un joven lectora que se acerca a la estatua erigida en honor al escritor y comienza a leer su libro. De ahí salta a la voz del autor que explica cómo llegó la historia hasta él, y de ahí a la versión adulta de Zero Mustafa, que narra su vida al joven escritor. En un ejercicio aún más intrincado por parte del director, dentro de esta última voz narrativa encontramos también otros personajes que pasan a narrar de manera episódica su propia historia. Así, el número de narradores dentro de la película se incrementa, aunque todos circundantes entorno al Gran Hotel Budapest, icono de ese tiempo pretérito que, como el mundo feudal de los libros de caballerías para Alonso Quijano, se niega a desaparecer.
Las cualidades que el hotel representa (elegancia, señorío, esteticismo, lujo, exuberancia) quedan a su vez encarnadas en la figura de Monsieur Gustave H., el encargado del lujoso balneario. Refinado hasta el exceso, este personaje (impecablemente interpretado por un exquisito Ralph Fiennes) es capaz de mantener su compostura en las situaciones más arbitrarias, ya sea lidiando con el día a día del hotel, compartiendo lecho con sus octogenarias clientas, enfrentándose a las hordas fascistas, recluido en prisión o como fugitivo de la ley, siempre y cuando no le falte su acicalador de "Air de Panache". A este Don Quijote de mediados del siglo XX, le acompaña su particular Sancho Panza, el botones del hotel Zero Moustafa (sorprendente descubrimiento del joven actor Tony Revolori), un inmigrante, refugiado de guerra, que aspira a las altas cotas de refinamiento de Monsieur Gustave. Los dos parecen vivir en un mundo y de acuerdo a unas reglas en extinción y que claramente chocan con la realidad que se encuentran, a las que tratan de afrontar con su mejor talante, por muy anacrónico y naif que éste resulte ante una sociedad menos civilizada. En su epopeya particular, narrada de manera episódica, se irán cruzando con toda una fauna de personajes de lo más variada, en general, inadaptados también del nuevo orden establecido y nostálgicos del sistema pretérito, que mantendrán su eco en esas almas solitarias que siguen habitando las vacías estancias del hotel en la línea temporal de 1968. Aquí Wes Anderson se esmera en su habitual gusto por el cine coral, reuniendo a uno de los repartos de estrellas más amplios de su filmografía (aunque la mayor parte de ellos se limitan a realizar un breve cameo).
Director de estilo muy definido, Anderson continúa también con “El Gran Hotel Budapest” la progresiva depuración de su imaginario personal, cargado de artificiosidad postmoderna, pero no ausente de emoción. Sus personajes mantienen ese tono caricaturesco de sus películas anteriores, consiguiendo aún así trasmitirles humanidad y sentimientos para que se establezca la empatía del espectador. Los diálogos resultan recargados y pomposos, pretensiosos como el propio M. Gustave, pero al mismo tiempo llenos de ingenio y humor. Se busca también el equilibrio entre el uso de localizaciones que den verosimilitud a la trama con la introducción de decorados extremadamente estilizados y con preponderancia de los colores pastel que dan al espectador la impresión de que la acción se desarrolla en un casa de muñecas o una maqueta. Los planos de Anderson están extremadamente medidos jugando con la simetría de la imagen y los encuadres centrados. Elevando así el tono artificioso de la cinta, y también la belleza de cada encuadre. La innovación en este sentido por parte del director está en el diferente uso del formato de la imagen. A nivel formal, las diferentes líneas temporales están diferenciadas con la proporción del plano, de manera que los años 30 tienen un formato de 1.37, el año 1968 de 1.85 y 1985 de 2.35:1 (todo de acuerdo al ratio de la imagen establecido en cada época). No hay nada que parezca dejado al azar, sino que el cineasta muestra un control exhaustivo de toda la composición visual, así como del diseño de cada personaje, llegando incluso a sembrar en muchos planos guiños o pistas para el espectador observador. Así, por poner un ejemplo del puntillismo del director, los tatuajes que luce Ludwig (el presidiario interpretado por Harvey Keitel) se corresponden con los que llevaba el Tío Jules (Michel Simon) en la cinta de Jean Vigo de 1934 “L’Atalante”.
Con “El Gran Hotel Budapest”, Wes Anderson ha completado su cinta más ambiciosa y compleja. Su estilo particular alcanza aquí un nuevo escalón en su evolución artística y logra presentar personajes indispensables ya en su filmografía como M. Gustave o Zero Moustafa. Particularmente, a nosotros nos sigue emocionando más la tierna historia de amor de “Moonrise Kingdom”, pero es innegable que en lo referente al resto de niveles, nos encontramos ante la mejor película del cineasta hasta la fecha.
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