miércoles, 11 de febrero de 2015

BIOPICS (III). “BIG EYES”. SIN NOTICIAS DE BURTON

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Cuando en 1994 Tim Burton estrenó “Ed Wood” a partir del guion escrito por Scott Alexander y Larry Karaszewski, la película se convirtió en una poderosa apología del cine basura. El considerado “peor director de la historia del cine” veía su vida y su obra relatada con una exquisita sensibilidad que daba sentido y coherencia a sus despropósitos cinematográficos. La elección del matrimonio Keane como protagonistas del reencuentro de director y guionistas nos hacía aspirar no sólo a un biopic de la turbulenta pareja o un discurso sobre el silenciamiento del rol femenino en el arte, sino también a un acercamiento al arte kitsch y el choque existente entre su valoración popular y el rechazo de la crítica seria. Desgraciadamente los 20 años que separan una cinta de la otra marcan también un cambio en el discurso de Burton, quien parece haber perdido esa sensibilidad especial con la que trataba a sus personajes para convertirse en una caricatura del que fuera, incapaz ahora de llenar de humanidad su recargado diseño visual.

BIG EYES

Tras proyectos de peso más comercial como “Charlie y la Fábrica de Chocolate”, “Alicia en el País de las Maravillas” o “Sombras Tenebrosas”, “Big Eyes” se presentaba como la primera película del director donde el componente fantástico brillaba en su ausencia. Aquí no tenemos ni siquiera los guiños al cine de ciencia ficción de los años 50 de “Ed Wood”, sino una representación del cambio social y artístico que se produjo en Estados Unidos con la llegada de la contracultura. La deformidad de los cuadros de Margaret Keane y el discurso sobre la construcción del artista son los únicos elementos que conectan con la personalidad del director, quien, como artista incomprendido que fue en sus comienzos, no puede evitar identificarse con su protagonista, del mismo modo que tampoco oculta su regocijo al convertir a Walter Keane en un ser grotesco y repelente.

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Pese a su etiqueta de biopic, construido sobre una historia real, con personajes reales, el guion está lejos de ser una obra realista, al menos en lo que a sus personajes se refiere. Guionistas y director los utilizan como encarnaciones conceptuales antitéticas con las que armar un discurso maniqueo. Margaret representa el auténtico arte, el que se trasmite desde la sensibilidad del artista. Es cierto que el enfoque feminista de la trama y la relación de la protagonista con su hija ayudan a humanizar más al personaje, pero estas ideas quedan levemente apuntadas, sin profundizar en ellas. En los momentos en los que Margaret comparte plano con su antagonista (que son la mayor parte de la película), esa atisbo de complejidad psicológica es dejado a un lado para apuntalar el tema principal de la película. Esto es más evidente con Walter, ya que si bien hay una degradación en la representación del personaje, resultando cada vez más y más bufonesco, su sentencia está anunciada de antemano, por lo que ni Burton ni los guionistas se molestan en comprender al personaje. Se trata de un villano de cuento devorado por sí mismo en la película.

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Fuera de la historia principal, la película resulta aún más errática y elíptica, presentando personajes que luego apenas tienen peso en la acción o que simplemente quedan diluidos hasta desparecer, dejando la duda de porqué fueron presentados en primer lugar. Ahí tenemos figuras como DeeAnn, esa gran amiga de la protagonista interpretada por Krysten Ritter, que aparece y desaparece según capricho de los demiurgos de la historia, pero que no aporta nada a los personajes, o esa representación de la crítica artística por parte de los papeles interpretados por Jason Schwartzman y Terrence Stamp. El primero efímero y caricaturesco, el segundo demasiado escueto pese a la poderosa presencia del actor que lo encarna (podemos ver en Stamp una extensión de esos papeles que Burton ofrecía primero a Vincent Price y luego a Christopher Lee).

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La simpleza del guion no encuentra consuelo en la puesta en escena de Burton, cuya personalidad parece completamente ausente en la película. Si en algunos de sus trabajos se le podía acusar de asfixiar a la historia con su propia identidad artística, aquí resulta casi imposible identificarle tras las imágenes, con una planificación neutra y vacía que perfectamente podríamos atribuir a cualquier realizador por encargo al uso. Sólo un cierto tono fabulador de la narración, como si la historia del matrimonio Keane fuera un cuento de hadas oscuro, sirve de puente con otras historias del director, pero no lo suficiente como para reconocer su firma autoral en la puesta en escena.

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La única redención de la cinta está en los intérpretes. Si al finalizar la película tenemos cierta sensación de haber conectado con los personajes es gracias a los espléndidos trabajos de Amy Adams y Christophe Waltz. La primera imprime humanidad y sensibilidad a su Margaret Keane. Lo que en el papel era un personaje errático, sin personalidad, suple su falta de coherencia dramática con la mirada emotiva de la actriz. Puede que no comprendamos sus motivaciones, pero sí nos sensibilizamos con su situación. Por otro lado, Walter es presentado por los guionistas de manera caprichosa y caricaturesca, negándole cualquier rasgo de humanidad. Lo que en manos de otro actor podría haber caído en una mera pantomima, Waltz sabe intensificarlo para dibujar un personaje verdaderamente odioso y repelente. No podemos hablar de aportar tridimensionalidad dramática al papel, pero sí darle más enjundia como villano y aportar verosimilitud a su patétismo.

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Resulta doloroso ver a un cineasta otrora imaginativo e interesante caer en niveles tan bajos de creatividad, así como desperdiciar una historia con tanto potencial en favor de un guion impersonal y vacuo. Sin embargo, también es cierto que es ante estos abismos de inspiración que uno puede apreciar con mayor valía la importante labor de los actores.

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