martes, 20 de noviembre de 2018

“EL CASCANUECES Y LOS CUATRO REINOS”. AÚN ES PRONTO PARA NAVIDAD.


La música y la cuentística tradicional son dos elementos clave en la obra de E.T.A. Hoffmann. Relatos como “La casa vacía”, “La Fermata”, “El Salón del rey Artús”, “El hombre de arena”, “Los maestros cantores” y, por supuesto, “El Cascanueces y el Rey de los Ratones” forman parte de nuestra tradición literaria de igual manera que las obras de Charles Perrault, Hans Christian Andersen o  los Hermanos Grimm. Este valor folcórico de sus relatos le convirtió también en el inspirador de grandes clásicos de la música como la ópera de “Los cuentos de Hoffmann” de Jacques Offenbach o “El Cascanueces” de  Pyotr Ilyich Tchaikovsky, siendo este ballet es una de las grandes obras representativas del periodo navideño, mucho antes de Frank Capra y su “¡Qué Bello es Vivir”. Es por ello normal que para su gran apuesta navideña para este 2018, Disney haya querido recuperar este gran clásico de la literatura y la música, como ya lo ha hecho en el pasado con otros iconos de la cuentística popular. Eso sí, como era de esperar, el resultado ha sido una adaptación a su manera. 
En el guion de Ashleigh Powell tenemos a Clara, tenemos al Cascanueces y tenemos al Rey de los Ratones, pero ahí acaban las similitudes con Hoffmann. Aprovechando la moda de fantasía heróica y de relatos de fantasía juvenil, y manteniendo el patrón de la versión de Tim Burton de “Alicia en el País de las Maravillas”, la película nos ofrece un relato donde impera el caracter aventurero y la construcción de un mundo fantástico y onírico. Desgraciadamente, Powell (guionista de excasa experiencia previa) no se despega de los patrones habituales y ofrece un relato bastante convencional y anodino, cargado, eso sí, de mucha lectura freudiana. 

La pobreza literaria del libreto parece querer ser compensada por otros valores de la producción. Hay que decir que en su apuesta por esta adaptación la Disney no ha reparado en gastos y todo en la cinta refleja lujo y hasta ostentación. La puesta en escena de Lasse Hallström y Joe Johnston (éste último responsable de los reshots finales ante los problemas de agenda del sueco) es meticulosa, elegante y preciosista. Eso sí, resulta llamativo que, pese a tratarse de dos cineastas con tendencias tan diferentes, no se advierta en la cinta ningún contraste entre las aportaciones de uno y del otro. El caracter puramente visual de la película queda refrendado por una exquisita e imaginativa dirección artística que nos retrotrae al pictoricismo de los libros de cuentos tradicionales, al mismo tiempo que el uso de cromas digitales potencia (no sabemos si intencionada o accidentalmente) el carácter irreal de los Cuatro Reinos. 

El reparto reúne a grandes nombres, aunque con resultado dispar. Sin duda, Mackenzie Foy es la gran atracción de la cinta. La actriz ilumina la película con inteligencia y candidez, mientras que tanto Helen Mirren como Morgan Freeman cumplen la cuota de veteranía aportando profesionalidad y presencia. El otro lado de la balanza lo encarnan Keira Knightley, demasiado excesiva para el papel de la Reina Dulce, y un Jayden Fowora-Knight (como Phillip, el Cascanueces) demasiado anodino, relegando al personaje supuestamente protagonista a una posición muy secundaria y totalmente olvidable. 

La música es, con diferencia, el aspecto más destacado de esta producción. La confluencia de Tchaikovsky, James Newton Howard, el piano de Lang Lang y la batuta de Gustavo Dudamel, tiene, como no podía ser de otra manera, un protagonismo decisivo en la película. Eso aporta al conjunto un carácter de cinta musical, pese a la ausencia de canciones (salvo el tema interpretado por Andrea y Matteo Bocelli) y la presencia puntual de secuencias de baile, aunque eso sí, recomendamos no levantarse durante los títulos de crédito finales. 

Si la Disney esperaba que esta producción fuera el evento de la temporada prenavideña, se ha equivocado de cabo a rabo. El resultado final es una cinta de presupuesto estratosférico (120 millones de dólares), con un gran despliegue visual, pero impacto modesto en la taquilla (a penas 117 millones de dólares). Aunque el conjunto sea elegante y se deje ver con agrado, ni la opulenta dirección artística, ni la labor esforzada de los dos directores logran aportar alguna secuencia memorable o mínimamente recordable por el espectador tras abandonar la sala. Eso sí, sus 100 minutos de metraje son de agradecer en esta época de duraciones hipertróficas.

lunes, 19 de noviembre de 2018

“MANDY”. LOS BOSQUES DE LA NOCHE


“¡Tigre! ¡Tigre!, ardiendo reluciente/ en los bosques de la noche, / ¿qué mano inmortal u ojo / pudo trazar tu terrible simetría? / ¿En qué lejanos abismos o cielos / ardió el fuego de tus ojos?” 
("El Tigre", William Blake, 1794)

No sabemos si será una conexión nuestra o si durante la producción de “Mandy”, Pan Cosmatos tomó como referencia la obra de William Blake, pero lo cierto es que, por alguna razón, el visionado de la película nos evocaba una y otra vez sus grabados iluminados o poemas como “El Tigre”. Emparentada también con la imaginería onírica y surrealista y la violencia descarnada de David Lynch (especialmente “Corazón Salvaje”, no por casualidad también protagonizada por Nicolas Cage, o “Carretera Perdida”) o, más recientemente, Nicolas Winding Refn (con títulos como “Sólo Dios Perdona” o “Neon Demon”), la cinta está cargada de un misticismo que nos retrotrae a la obra del artista inglés. 

Sería sencillo decir que estamos ante otra muestra del histrionismo legendario de Nicolas Cage, sin embargo, al contrario que otros trabajos suyos, aquí la delirante composición del actor está integrada en un conjunto de interpretaciones y en el marco de una historia llevados al límite e incluso podemos decir que es superado por un alucinado Linus Roache en el papel de Jeremiah Sand, el “charlesmansonesco” líder de la secta que se obsesiona con la Mandy del título (Andrea Riseborough); es más, durante la primera mitad de la película, Cage mantiene una posición bastante comedida, reservándose para la segunda mitad de película, donde ya sí despliega su exuberancia característica. 

En su base, “Mandy” es una historia de venganza, de un marido que emprende un camino de violencia para desagraviar la memoria de su esposa; sin embargo, Cosmatos no busca componer una cinta de género al uso, sino expandir sus ambiciones a estratos más filosóficos y artísticos. Para ello emplea referencias propias de la serie B más vulgar, con imágenes explícitas y provocadoras, con personajes alucinados y con una dirección artística que remite a aquellas películas de explotación surgidas en la década de los 80 tras el éxito de títulos como “Mad Max” y lo conjuga con unos diálogos ascéticos y crípticos y una puesta en escena esteticista y simbólica. 

En un principio, la cinta parece situarnos en un espacio próximo a nuestra realidad. Red (Cage) es leñador, Mandy trabaja en una tienda, ambos viven aislados en una casa en las montañas. Sin embargo, ya desde la aparición de los moteros del infierno, los límites con la realidad poco a poco se van diluyendo y nuestros protagonistas se van adentrando en una especie de entorno alucinógeno y postapocalíptico, de espacios ásperos, rocosos y estériles. En esto juega un papel determinante la psicodélica fotografía de Benjamin Loeb, con un constante juego cromático que, junto con la búsqueda de la simetría en el encuadre, define el tono y la estética de la película. 

Además del predominante valor de la imagen sobre la trama, “Mandy” se convierte también en una cinta abiertamente musical. Por un lado, se evidencia un gusto referencial del director por el heavy metal y el rock progresivo de los 70 y los 80 (por ejemplo, Mandy lleva una camiseta de Black Sabbath y los moteros del infierno parecen sacados de la portada de un disco de Iron Maiden); por otro, la omnipresente partitura de Jóhann Jóhannsson (último trabajo de este compositor islandés fallecido el pasado 9 de febrero) apuesta por sonidos estridentes y amenazadores, donde la percusión y las guitarras eléctricas tienen prioridad a la hora de generar un acompañamiento musical que proporciona a la narración también un cierto componente atávico y sobrenatural. 
    
Todo en “Mandy” apunta a la desproporción y la psicotronía, con una petulancia ostentosa y delirante, pero consigue generar en el espectador una fascinación hipnótica, no sólo con la fuerza plástica de sus imágenes, sino por ese viaje chamánico hacia los infiernos que emprende el personaje de Nicolas Cage. No es cine para todos los gustos y estómagos, pero al menos sí es un cine que se sale de los márgenes acostumbrados.

martes, 13 de noviembre de 2018

"BOHEMIAN RHAPSODY". SIEMPRE NOS QUEDARÁ LA MÚSICA.



¡OJO, CONTIENE SPOILERS!
Queen es, sin duda, leyenda de la música del siglo XX y la figura de Freddie Mercury, un verdadero icono del rock. Su canciones y su historia son ampliamente conocidas por sus seguidores y el anuncio, hace en torno a 10 años, de una película contando sus vivencias atrajo enseguida la atención del público. Diferentes directores y artistas pasaron por el proyecto antes de que se hiciera realidad. Los que estuvieron más cerca de llevarlo a cabo antes de la llegada de Bryan Singer y Rami Malek fueron Stephen Frears y Sacha Baron Cohen. Sí, el humorista, que por aquel entonces era famoso gracias a la película “Borat”, fue durante una temporada la apuesta fuerte para encarnar Mercury. Finalmente, su visión del proyecto no recibió la aprobación de Brian May y Roger Taylor, particularmente por la forma cruda y explícita en que querían tratar en pantalla la vida privada de Freddie Mercury. La elección de Singer tampoco estuvo libre de polémicas. Los problemas legales del cineasta, el miedo a que el caso de Kevin Spacey pudiera destapar nuevas acusaciones de abuso sexual hacia el director y las continuas ausencias del set propiciaron que el estudio le despidiera cuando aún quedaba rodaje por delante. Su sustituto fue Dexter Fletcher, más conocido por su faceta de actor y quien posteriormente ha pasado también a dirigir “Rocketman”, el biopic de Elton John.

Bohemian Rhapsody” abarca el periodo histórico desde que Mercury conoce a Roger Taylor y Brian May, siendo estos aún miembros de la banda Smile, y cómo tras la partida del cantante Tim Staffell los tres se animaron a crear Queen, hasta el triunfal éxito obtenido con su actuación en el Live Aid de 1985. La cinta trata también la importante relación del cantante con Mary Austin, su salida del armario, su intento de carrera en solitario, su promiscua vida sexual, su relación con las drogas y el descubrimiento de que era seropositivo, todo esto acompañado por una extensísima selección de temas musicales del grupo. El nivel de guiños y huevos de pascua dirigidos a los connoisseur de la mítica de Queen y la música rock de la época es extensísimo, aunque se echa de menos más cameos de otros artistas de la época, especialmente David Bowie (la ausencia de Montserrat Caballé queda justificada por ser posterior al margen temporal que aborda la película). En este sentido, la cinta se convierte en una montaña rusa de emociones, pensada para arrastrar al espectador durante dos horas y veinte minutos, sin que sienta el peso del metraje y salga de la sala con los pelos de punta y lágrimas en los ojos. Si eres amante de la música de Queen (¿alguien no?) resulta extremadamente difícil mantenerte en la butaca sentado y no aplaudir al final. Pero seamos sinceros, esto se debe más a la música que a las cualidades cinematográficas de la película (en nuestra opinión, bastante deficientes y espinosas).

En el apartado interpretativo destaca principalmente la espectacular labor de Rami Malek mimetizando y dramatizando al personaje de Freddie Mercury, pero en general no podemos poner pegas al reparto. No sólo no hay ni una interpretación que chirríe en el conjunto, sino que además, el parecido físico entre los actores y sus referentes es casi sobrenatural (Gwilym Lee es casi indistinguible del verdadero Brian May, delatándose únicamente cuando toca la guitarra). En esto ayuda muchísimo la labor de vestuario. La fortuna de llevar a la pantalla a un grupo como Queen es que la documentación audiovisual es extensísima, lo que ayuda a recrear mejor indumentarias, pero también la forma de hablar, cantar y moverse de los personajes. El aspecto negativo aquí lo ponen las pelucas y protésicos, que rompen la apariencia de verosimilitud de la imagen. La dirección de Singer/Fletcher es correcta, con algunos momentos notables y lo suficientemente enfática como para subrayar aquellos componentes dramáticos que van a tener importancia y prolongación en la película (por ejemplo, la relación del protagonista con su padre); sin embargo, en ningún momento, la puesta en escena logra destacar más allá de su valor mimético, cayendo bastante a menudo en el regodeo melodramático (como por ejemplo su vergonzoso y manipulador uso del tema “Who Wants to Live Forever” en un momento determinado de la película; un tema, por otro lado, cuya autoría se sale del marco temporal que abarca la película).

Al igual que cualquier película histórica o basada en hechos reales, todo biopic requiere de cierta ficcionalización de personajes y situaciones. La vida real no sigue una estructura clásica de guion cinematográfico, de ahí que algunas cosas deban alterarse o perfilarse para ajustarse a las necesidades del relato cinematográfico. Hasta ahí, todo correcto y asumido. Pero, ¿qué sucede cuando los autores de una película deciden reinterpretar la historia para amoldarla a su discurso? A los conocedores de la cronología de Queen le chirriará el desorden temporal en la introducción de las canciones. Algunas de manera arbitraria, otras para intentar dar una relación dramática entre un acontecimiento y la temática de la letra. El guion de Anthony McCarten (con participación en el desarrollo del argumento de Peter Morgan) busca crear un arco argumental de superación personal, éxito, caída en desgracia y redención con el que darle al espectador un patrón dramático que pueda identificar y que le suponga emocionante y excitante, aunque, por otro lado, la cinta ignora por completo al resto de la banda. La información que recibimos de Brian May, Roger Taylor y John Deacon es totalmente anecdótica y subordinada por completo a la estela de Mercury.

El primer problema de esto es la manera en la que se tergiversa la historia real para meter con calzador los clichés dramáticos con los que emocionar al espectador. Por ejemplo, Queen no se disolvió por el interés de Mercury de emprender una carrera en solitario, simplemente se tomaron un tiempo para poder desarrollar todos proyectos en solitario (Roger Taylor sacó dos discos en solitario, en 1981 y 1984, y Brian May hizo también sus pinitos por su cuenta con Star Fleet Project en 1983); por otro lado, se anticipa el diagnóstico de la enfermedad a 1985, para hacerlo coincidir con la reunión del grupo y el éxito del Live Aid, añadiendo un empuje emocional a todo el clímax final, cuando en realidad, Mercury no supo de su enfermedad hasta 1987. Cerrar la trama en este concierto es también un recurso forzado, máxime cuando a la banda aún le quedaban por publicar otros tres álbumes tan importantes como “A Kind of Magic” (1986), “The Miracle” (1989) e “Innuendo” (1991). Precisamente toda la elaboración de este último disco, con un Freddie Mercury al borde de sus fuerzas y dispuesto a despedirse por todo lo alto, suponía un clímax dramático extraordinario y que queda aquí totalmente ignorado. En su lugar, se ha preferido hacer una reproducción prácticamente íntegra de su participación en el concierto del Live Aid, sin duda, la mejor parte de toda la película y un cierre espectacular, pero, una vez más, gracias al peso de la música, no por sus valores cinematográficos (desafortunado ese efecto pantalla que genera el croma con las imágenes desde el escenario del estadio y el público.).

Como decíamos antes, la alteración de los hechos reales, la cronología o el disfraz de algunas situaciones es terreno común y asumido de los biopics, pero, en nuestra opinión, aquí esto provoca lecturas más espinosas y desafortunadas. En primer lugar, la cinta da muchísimo valor a la relación entre Mercury y Mary Austin (justificado, ella fue sin duda una figura fundamental en su vida y hasta ahora esto no se había reivindicado lo suficiente) y al mismo tiempo se pasa muy de puntillas por sus relaciones homosexuales, tocando de manera colateral sus famosas orgías o su consumo de drogas y más de manera implícita que explícita. El regreso a la familia (Queen, la reconciliación con su padre y el regreso de Mary a su vida) junto con el inicio de una relación estable (homosexual, pero estable) con Jim Hutton abre las puertas a la redención del personaje. Al mismo tiempo, anticipar el diagnóstico de la enfermedad le da a la cinta un carácter moralista conservador, devolviendo al SIDA a ese peligroso puesto que creíamos ya superado de castigo divino a los homosexuales por su pecaminosa forma de vida (sorprende que este mensaje forme parte de una película de Bryan Singer).

Encontramos en la película también un peligroso carácter revanchista. En algunos casos, a modo de puya sarcástica, como en el caso de Tim Staffell (quien llevado por su ambición dejó en la estacada a May y Taylor y que posteriormente no llegó a nada frente al éxito de Queen) o Ray Foster (personaje ficticio en el que se resumen todos esos ejecutivos que no creyeron en la banda en sus orígenes, eso sí, con un espléndido Mike Myers haciendo un guiño maravilloso a su película “Wayne's World”), pero en el caso de Paul Prenter (quien falleció en 1991, por lo que no puede defenderse de la imagen que da la película de él), los guionistas encuentran al villano perfecto para la película: es él quien saca a Mercury de Queen y quien le introduce en un mundo sórdido de orgías, drogas y prostitución. No vamos a convertirnos aquí en defensores de Prenter, quien además, jugó un rol muy vengativo al sacar a la luz la vida privada del cantante; sin embargo, en la película se convierte en el cabeza de turco para poder exculpar a Mercury del estilo de vida que llevó entre finales de los 70 y el primer lustro de los 80. Éste pasa así de ser protagonista de la película a un elemento pasivo que se deja llevar por un pérfido maestro de marionetas que le enfrenta con todos los pilares positivos de su vida y, por ende, responsable último de que contraiga el SIDA.

Bohemian Rhapsody” es una película muy disfrutable si lo que queremos es conmemorar la música de Queen. Tiene también otros valores muy positivos, como la interpretación de Rami Malek, y como viaje emotivo lleva al espectador allí a donde quiere, pero las herramientas que emplea para ello no nos parecen honestas y, en nuestra opinión, queda lejos de ser la película que esperábamos sobre la banda de rock o sobre Freddie Mercury. Afortunadamente, siempre nos quedará la música.

jueves, 8 de noviembre de 2018

“LA NOCHE DE HALLOWEEN”. MÁSCARA Y CUCHILLO


Cuando John Carpenter estrenó “La Noche de Halloween” en 1978, ya conocíamos a Norman Bates y a Leatherface, sin embargo, la creación de Michael Myers supuso el nacimiento oficial del slasher estadounidense. La cinta estableció las características básicas que luego definirían títulos como “Viernes 13”, “Pesadilla en Elm Street” o “Scream”: El asesino enmascarado, adolescentes iniciándose en el sexo, el uso de armas blancas (con simbología freudiana) y el eterno regreso del criminal. A excepción de la estimable “Sanguinario” (primera secuela, todavía con Carpenter vinculado a la franquicia), las ansias de explotar al personaje dio como resultado un conjunto de continuaciones a cada cual más nefasta que la anterior. Para celebrar el 30 aniversario de la película, Rob Zombie llevó a cabo su propia reinterpretación de la cinta original, sin embargo, el fracaso comercial de su (espléndida) secuela frenó esta nueva reencarnación de Michael Myers. Ahora, con motivo del 40 aniversario, la productora Blumhouse se embarcó en un proyecto nostálgico y revisionista. De nuevo con Carpenter (en calidad de productor y compositor) y recuperando a Jamie Lee Curtis como Laurie (y a Nick Castle como La Forma). Hasta ahora vinculado principalmente con la comedia, David Gordon Green se ha encargado de escribir (junto con otro cómico, Danny McBride) y dirigir esta secuela/reinicio que elimina de un plumazo todas las secuelas de la saga y toma únicamente en consideración los acontecimientos de la primera entrega. El resultado es una cinta plenamente respetuosa con la original, a la que llega incluso a replicar con algunos guiños de homenaje, con un tono crudo y nada complaciente, y un enfrentamiento ¿decisivo? entre asesino y víctima que juega a invertir los roles del gato y el ratón. La partitura de John Carpenter, ayudado por su hijo Cody y Daniel Davies devuelve esencia sonora a la película y la fotografía de Michael Simmonds remite al trabajo de Dean Cundey en la primera entrega y “Sanguinario”. La única transgresión de está en la una puesta en escena, donde Green prescinde del maravilloso uso del panorámico de Carpenter por una narrativa más actual, con cámara en mano y montaje picado. Aun así, ofrece algunos momentos muy inspirados, como la secuencia de la gasolinera, el primer crimen de Michael tras llegar a Haddonfield y todo el clímax final, verdaderamente emocionante. Los buenos resultados en taquilla y la máxima del género de que el asesino siempre regresa de la tumba auguran más noches de Halloween en el futuro. De momento, esta resurrección ha resultado satisfactoria. Habrá que ver que nos depara el futuro.