sábado, 21 de febrero de 2015

“BOYHOOD”. UNA CUESTIÓN DE TIEMPO

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Resulta llamativo que un año que ha reunido tantos biopics en la carrera a los Oscars (como hemos visto y seguiremos repasando en este blog próximamente) la cinta que mejor podría representar este subgénero cinematográfico no esté basada en hechos reales. Con “Boyhood” el cineasta Richard Linklater llevó a cabo un experimento narrativo a largo plazo. Durante 12 años estuvo rodando una película sin un plan preestablecido, sino permitiendo evolucionar al guion de acuerdo a los cambios particulares de los actores, pero también del contexto sociopolítico en Estados Unidos. De acuerdo a su línea de trabajo habitual, los intérpretes pasaron a ser un elemento activo en la escritura del guion, aportado elementos personales a sus personajes y llevándoles de la mano en su evolución temporal. La idea no era presentar una historia compacta y sin fisuras, sino todo lo contrario, trasladar a la película el caos, la ruptura y la discontinuidad propia de la vida cotidiana, algo que el propio cineasta ya había tratado en películas anteriores como su opera prima “Slaker”, “Movida del 76” o en su trilogía “Antes de…”. Sin embargo, mientras que aquellas concentraban la acción en un único día para analizar como actos ordinarios podían marcar un punto de inflexión en la vida de los protagonistas, aquí el director abarca un periodo que comprende desde el fin de la infancia hasta la llegada de la madurez en forma de micropiezas que sirvan de retrato generacional de la primera década del siglo XXI.

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El primer gran acierto de la película ha sido la labor de casting, no sólo reclutando intérpretes de peso como Patricia Arquette o Ethan Hawke (este último actor fetiche de Linklater), quienes se comprometieron a un plan tan a largo plazo, sino sobre todo el descubrimiento del joven Elar Coltrane, quien debido a su juventud cuando se inició la producción de la película es difícil verlo separado de su personaje en la pantalla (Mason), aunque evidentemente los acontecimientos de los que somos testigos no estén inspirados en la propia vida del actor protagonista. Esto nos lleva a plantearnos la duda de cuánto de lo que vemos es interpretación y cuánto la personalidad del propio niño reflejada en su personaje, siendo precisamente en la fina línea que separa una dimensión de otra donde Linklater obtiene sus mayores logros. Muchos podrán decir que, al fin y al cabo, el cine es ficción y eso mismo se podía haber rodado en mucho menos tiempo, con diferentes actores que encarnen las diferentes edades del protagonista y recurrir al maquillaje para los actores adultos, sin embargo, eso quitaría todo el sentido a la película. No es que lo excepcional de su proceso de producción sea más relevante que la historia en sí, sino que eso es lo que aporta a la narración ese grado de autenticidad y naturalismo sobre el que el director construye toda la historia. Durante 165 minutos somos testigos de momentos cotidianos, pero significativos en la vida de Mason, desde la separación de sus padres, su vida itinerante debido a la inestabilidad sentimental de su madre, el despertar sexual, su primer contacto con el alcohol y las drogas, el primer amor, la primera ruptura y el fin de un ciclo al graduarse en el instituto. Los diálogos buscan la fluidez de lo cotidiano, pero sin ocultar tampoco la pretenciosidad de lo trascendental, casi como la que podemos esperar del idealismo adolescente. Linklater sabe conducir con fluidez al joven Coltrane de manera que en ningún momento vemos a un niño interpretando un papel, sino una completa simbiosis entre actor y personaje.

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Curiosamente, más complicado en ese sentido tiene que haber sido poder integrar en ese juego a los actores adultos, especialmente Patricia Arquette e Ethan Hawke, quienes a diferencia de Coltrane llegan a la producción ya viciados con los recursos habituales del cine convencional. Arquette ofrece un sólido trabajo como secundaria construyendo un impactante personaje, siempre en el filo del derrumbe, pero capaz de resurgir de sus cenizas una y otra vez, ya sea tras otro desengaño amoroso, un cambio laboral, superar las continuas crisis económicas o la dificultad de criar a dos hijos ella sola. Para todos los intérpretes el paso del tiempo es una constante en esta película, pero, en este sentido, y debido en gran parte al doble baremo existente en Hollywood para actores y actrices, para Patricia Arquette se trata de un rol con el que ella queda aún más expuesta, evidenciando en apenas dos horas y media todo el proceso de envejecimiento y los cambios físicos generados a lo largo de esos 12 años. La actriz abraza esa íntima exposición y la convierte en las herramientas con las que construir su personaje, añadiendo así, a medida que avanza la película, capas de madurez que van más allá de lo meramente físico y que tienen que ver con la propia experiencia vital de la actriz. En el caso de Ethan Hawke, la relevancia del personaje en la película es más discontinua, debido también a la relación menos estrecha de Mason con su padre, una figura la mayor parte del tiempo ausente y que cada vez que aparece da la impresión de estar experimentando una etapa personal diferente. Se trata de un personaje al que le cuesta más sentar la cabeza y cuando lo hace supone para él una especie de rendición existencial, renunciando a sus sueños de juventud para poder formar y mantener a su nueva familia. Hawke representa a la perfección ese peterpanismo y aprovecha para jugar con la caracterización del personaje, ofreciendo en cada nueva aparición una reinvención de éste. Es verdad que su papel es menos relevante que el de Arquette, pero para compensar protagoniza algunos de los momentos más llamativos de la cinta, como la premonición de la victoria de Barack Obama o la celebración del decimoquinto cumpleaños de Mason con la nueva familia política de su padre.

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No todas las elecciones hechas por Linklater cuajaron bien en la película. El apartado más endeble de la cinta tiene que ver con el personaje de la hermana de Mason, interpretada por la hija del director, Lorelei Linklater. Tal vez con la idea de compartir espacios con su hija, tal vez queriendo ver en ella un incipiente interés artístico, o por mero nepotismo ‘a la Coppola’, lo cierto es que ya desde un principio el personaje de Samantha no termina de encajar en la historia y a medida que va pasando el tiempo se puede apreciar de manera evidente el desinterés de la actriz y se va convirtiendo en un eslabón cada vez más accesorio. Linklater no puede deshacerse de ella (eso supondría viajar atrás en el tiempo para volver a rodar aquellos planos sin la actriz), pero es consciente de que se trata de una rémora para la historia. La etapa rebelde de la adolescencia le permite al director para alejar al personaje del núcleo central de la narración y diluir su relevancia dentro de la trama. A su vez la trama está poblada de múltiples personajes secundarios que entran y salen de la trama, fugaces como cada etapa en la vida de Mason. Algunos tendrán más relevancia en la evolución de emocional del protagonista, otros muchos simplemente pasarán por allí de manera casual y episódica, ayudando así a subrayar lo efímero y discontinuo de la vida.

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El cine de Richard Linklater siempre ha brillado más cuanto más elemental y terrenal es su puesta en escena. Es cierto que el director ha tenido sus devaneos con el cine mainstream hollywoodiense (“Los Newton Boys”, “School of Rock”, “Una Pandilla de Pelotas”), y ha experimentado con formatos alternativos (sus dos trabajos de animación “Waking Life”, “A Scanner Darkly”), pero por lo general su seña de identidad ha estado más identificada con un cine casi documentalista, donde el director busca pasar desapercibido con planos largos y naturalistas y donde toda la atención se centra en los personajes y los diálogos. “Boyhood” no es una excepción a esto. Su cámara se convierte en un observador objetivo de la acción, optando por la cámara en mano y enfatizando lo ordinario de la acción con una planificación aparentemente improvisada, imperfecta (como la propia vida), sin planos predeterminados, ni encuadres o movimientos de cámara complicados, pero, sin embargo, con la suficiente intencionalidad como para captar el carácter intimista, poético, de la escena y sugerir que bajo ese microcosmos de cotidianidad hay una lectura universal, incluso, en ocasiones, mística. “Boyhood” resulta un trabajo original y llamativo por su proceso de realización, pero, estilística y temáticamente, encaja en la filmografía de Richard Linklater como una pieza de puzzle, a la que, a lo mejor por lo disperso de su realización, le falta una cierta cohesión y algo de compresión para llegar a la genialidad de “Antes del Anochecer”, pero que aun así resulta una maravillosa muestra de la particular visión artística de un director con un discurso y una seña de identidad propios.

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