La literatura de Rudyard Kipling es
una de las más representativas del colonialismo de finales del siglo XIX y de
esa visión exótica que Oriente inspiraba en Europa. Nacido en Bombay en 1865,
pero de padres británicos, sus textos hacen una férrea defensa del imperialismo
del Reino Unido pero también de la espiritualidad y la conexión con la naturaleza
que aprendió durante las diferentes etapas de su vida en las que residió en La
India. De acuerdo a la célebre frase que él acuñó, “Oriente es Oriente y
Occidente es Occidente, y ambos no se encontrarán jamás”, su obra establece
precisamente el contraste entre el orden civilizado representado por Occidente
y un mundo rico en supersticiones y misticismo, ignoto y misterioso para los
que no forman parte de esa cultura. Esto quedó patente en títulos como “Kim”,
“Gunga Din” o “El Hombre que Quiso Reinar”, todas ellas llevadas al cine con
mayor o menor fidelidad. Sin embargo, su obra más reconocida ha sido “El Libro
de la Selva”, también adaptada para la gran pantalla de la mano de por los
hermanos Korda (grandes representantes del orientalismo cinematográfico) en 1942
y Walt Disney en 1967, y recuperada posteriormente en multitud de películas
menos relevantes.
Como muchas obras llevadas a la gran
pantalla por Disney, la cinta de animación que se convirtió en el último
clásico del estudio supervisado directamente por su creador se tomaba muchas
libertades con respecto al texto original. El libro de Kipling estaba formado
por diferentes relatos y no todos ellos estaban protagonizados por Mowgli.
Disney quiso darle una mayor cohesión al conjunto, aunque sí mantuvo su
carácter episódico y algunos hilos argumentales de la obra literaria,
modificando otros o directamente inventándose algunos pasajes. La popularidad
de la película no desterró al olvido la versión literaria (afortunadamente),
pero sí acabó imponiéndose en el consciente colectivo. Ahora, casi 50 años
después, Disney ha querido revisar esta historia con una película de imagen
real (si es que podemos denominar así a una cinta donde el 99% de sus
personajes están generados por ordenador). Si bien en esta ocasión han querido
acercarse más a la obra de Kipling, tampoco se han resistido a rendir homenaje a este clásico de
su catálogo que juega un puesto tan especial en su historia. Curiosamente, pese
a esta doble paternidad, lo cierto es que no podemos evitar encontrar en la
cinta otra notable influencia de otra obra maestra del estudio, aunque
temporalmente más cercana, “El Rey León”.
No podemos decir que esta nueva
versión sea fidedigna con la letra de Kipling y sí es cierto que se ajusta más
al esquema argumental de la película de 1967, además de sumar elementos de ésta
como las canciones originales compuestas por los hermanos Sherman; sin embargo,
también introduce elementos importantes del libro y que habían sido obviados
por su predecesora e incluso incorpora material original que se aleja tanto de
los cuentos como de la cinta de animación. Curiosamente, con este crisol de
elementos, la película acaba siendo un buen homenaje a sus dos antecedentes.
Como película independiente, nos encontramos ante una cinta dirigida al público
familiar, entretenida, con bastante humor y aventura, pero que no esconde las
zonas más oscuras del relato. Para el público adulto, la cinta apunta una serie
de referencias hacia lecturas de corte medioambiental, pero también de carácter
social. Si Kipling presentaba un microcosmos natural que servía de metáfora del
orden social establecido en su civilización colonial, aquí no es difícil
interpretar la película en términos más acordes a la situación de
desequilibrios sociales e incluso de política internacional actual. Sea como
fuere, e independientemente de las diferentes capas que queramos identificar en
la narración, lo cierto es que la película funciona perfectamente como producto
de entretenimiento de calidad.
Como decíamos antes, identificamos
también la importante influencia, tanto a nivel narrativo como estético, de “El
Rey León”; algo que tampoco es de extrañar, si tenemos en cuenta las deudas que
la cinta de Roger Allers y Rob Minkoff tenía a su vez del clásico de 1967. La
historia de Simba bebía principalmente del teatro shakesperiano (“Hamlet”, “Ricardo
III”, “MacBeth”), pero también cogía elementos de la adaptación de “El Libro de
la Selva”. Así, por ejemplo, el protagonista se divide entre la responsabilidad
representada por Rafiki y Zazu como nuevas versiones de Bagheera, o ese mundo
lúdico y carente de obligaciones que le muestran Timón y Pumba siguiendo el
estilo de Balú (¿no es acaso “Hakuna Matata” una versión revisada de “Lo Más
Vital”?). Por otro lado, momentos como la muerte de Mufasa con una estampida de
ñus recordaba también al modo en que Kipling representó la muerte de Shere Khan
en su libro. En la nueva versión encontramos secuencias que establecen esa
influencia de doble vía entre ambas obras. Así, entre otras cosas, la tregua del
agua recuerda la primera secuencia de “El Rey León” con el ciclo de la vida, El
Consejo de la Roca gobernado por Akeelah es el equivalente a la Roca del Rey de
los leones, la estampida de bueyes mantiene su guiño con su equivalente de ñus
y el enfrentamiento final con Shere Khan también tiene ecos argumentales y
visuales con el clímax de “El Rey León”.
La dirección de la película ha corrido
a cargo de Jon Favreau, realizador un tanto irregular, capaz de espléndidos
entretenimientos como “Zathura” o la primera entrega de “Iron Man”, pero
también de importantes desatinos como “Iron Man 2” o “El Chef”. Desde luego,
puestos a escoger a un cineasta que llevara esta historia a la gran pantalla,
se nos ocurren nombres más adecuados (por ejemplo, Ang Lee), pero no podemos
negar que entre las virtudes de Favreau está su habilidad para trabajar con la
tecnología e integrarla de manera orgánica en la narración. Afortunadamente,
aquí nos encontramos con la faceta más afortunada de Favreau, quien aporta
dinamismo y esplendor visual a la película, pero sobre todo se desenvuelve como
pez en el agua a la hora de afrontar los retos técnicos que suponía esta nueva
versión. El realizador se pliega a las necesidades del
estudio y les ofrece una cinta de corte comercial, resuelta con pericia y sin
fisuras de ritmo a lo largo de sus 105 minutos de metraje. Tampoco hay
intención de llevar a la película más allá, y si bien las lecturas que
comentábamos antes están presentes, el cineasta profundiza en ellas lo
imprescindible para adornar el componente aventurero con ciertos toques de
crítica social. Lo primordial es generar un producto que llegue a un mayor
público posible y que sea tan válido para adultos como para pequeños, y para
ello las aristas deben lo más redondeadas posibles.
Encontramos en la película un
excelente trabajo de casting, que desgraciadamente queda lastrado por el
doblaje (aunque afortunadamente, el estudio ha prescindido de la horrible
estrategia comercial de invitar a famosos de diferente calado a ocupar el
puesto de los dobladores originales). Sí hay que aplaudir el gran acierto de
casting que supone el debutante Neel Sethi, quien soporta sobre sus jóvenes
hombros todo el peso de la película, además de enfrentarse a unos compañeros de
reparto ausentes, sustituidos por marionetas o referencias visuales, además de
unos decorados prácticamente inexistentes, dominado todo a su alrededor por las
pantallas de croma. El actor, junto con los asombrosos efectos digitales, son
sin duda las dos grandes aportaciones de la película. A nivel de efectos, las
imágenes generadas por ordenador consiguen un asombroso fotorrealismo, de los
más extraordinarios obtenidos hasta la fecha en una producción cinematográfica,
comparables a lo que supuso en su día el estreno de “Avatar” o “La Vida de Pi”,
hasta el punto de que es muy difícil distinguir en muchas ocasiones qué partes
del escenario son decorados físicos y cuáles son digitales. Todo esto sin que
lo prodigioso de los efectos anule la narración. Es tal el grado de
verosimilitud obtenido que el CGI pasa completamente desapercibido al espectador
y le ayuda a sumergirse en la historia sin cuestionarse si lo que ve es real o
virtual. Otro componente decisivo en la película es la partitura musical de
John Debney. Conocido sobre todo por su trabajo para “La Pasión de Cristo”, el
músico es un colaborador habitual de Jon Favreau y aunque por lo general su
producción musical suele ser impersonal, formularia y anodina, aquí ofrece uno
de sus trabajos más logrados. Con una partitura deudora del sonido de Jerry
Goldsmith, la música está presente durante la mayor parte de la película,
convirtiéndose en un importante hilo narrativo, no sólo para las secuencias de acción,
sino por la manera en que ayuda a dar humanidad a los personajes digitales.
Esta nueva versión de “El Libro de la
Selva” ofrece un buen equilibrio entre clasicismo y modernidad. A nivel
narrativo nos devuelve esa sensación proverbial del cine tradicional de
aventuras, pero utilizando para ello los medios técnicos más avanzados. No
alcanza el nivel de maestría de sus ilustres referentes, pero si supera con nota
la media de las producciones de sus características que nos llegan hoy en día.
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