martes, 26 de abril de 2016

“EL LIBRO DE LA SELVA”. EL CICLO DE LA VIDA

La literatura de Rudyard Kipling es una de las más representativas del colonialismo de finales del siglo XIX y de esa visión exótica que Oriente inspiraba en Europa. Nacido en Bombay en 1865, pero de padres británicos, sus textos hacen una férrea defensa del imperialismo del Reino Unido pero también de la espiritualidad y la conexión con la naturaleza que aprendió durante las diferentes etapas de su vida en las que residió en La India. De acuerdo a la célebre frase que él acuñó, “Oriente es Oriente y Occidente es Occidente, y ambos no se encontrarán jamás”, su obra establece precisamente el contraste entre el orden civilizado representado por Occidente y un mundo rico en supersticiones y misticismo, ignoto y misterioso para los que no forman parte de esa cultura. Esto quedó patente en títulos como “Kim”, “Gunga Din” o “El Hombre que Quiso Reinar”, todas ellas llevadas al cine con mayor o menor fidelidad. Sin embargo, su obra más reconocida ha sido “El Libro de la Selva”, también adaptada para la gran pantalla de la mano de por los hermanos Korda (grandes representantes del orientalismo cinematográfico) en 1942 y Walt Disney en 1967, y recuperada posteriormente en multitud de películas menos relevantes.
Como muchas obras llevadas a la gran pantalla por Disney, la cinta de animación que se convirtió en el último clásico del estudio supervisado directamente por su creador se tomaba muchas libertades con respecto al texto original. El libro de Kipling estaba formado por diferentes relatos y no todos ellos estaban protagonizados por Mowgli. Disney quiso darle una mayor cohesión al conjunto, aunque sí mantuvo su carácter episódico y algunos hilos argumentales de la obra literaria, modificando otros o directamente inventándose algunos pasajes. La popularidad de la película no desterró al olvido la versión literaria (afortunadamente), pero sí acabó imponiéndose en el consciente colectivo. Ahora, casi 50 años después, Disney ha querido revisar esta historia con una película de imagen real (si es que podemos denominar así a una cinta donde el 99% de sus personajes están generados por ordenador). Si bien en esta ocasión han querido acercarse más a la obra de Kipling, tampoco se han  resistido a rendir homenaje a este clásico de su catálogo que juega un puesto tan especial en su historia. Curiosamente, pese a esta doble paternidad, lo cierto es que no podemos evitar encontrar en la cinta otra notable influencia de otra obra maestra del estudio, aunque temporalmente más cercana, “El Rey León”.
No podemos decir que esta nueva versión sea fidedigna con la letra de Kipling y sí es cierto que se ajusta más al esquema argumental de la película de 1967, además de sumar elementos de ésta como las canciones originales compuestas por los hermanos Sherman; sin embargo, también introduce elementos importantes del libro y que habían sido obviados por su predecesora e incluso incorpora material original que se aleja tanto de los cuentos como de la cinta de animación. Curiosamente, con este crisol de elementos, la película acaba siendo un buen homenaje a sus dos antecedentes. Como película independiente, nos encontramos ante una cinta dirigida al público familiar, entretenida, con bastante humor y aventura, pero que no esconde las zonas más oscuras del relato. Para el público adulto, la cinta apunta una serie de referencias hacia lecturas de corte medioambiental, pero también de carácter social. Si Kipling presentaba un microcosmos natural que servía de metáfora del orden social establecido en su civilización colonial, aquí no es difícil interpretar la película en términos más acordes a la situación de desequilibrios sociales e incluso de política internacional actual. Sea como fuere, e independientemente de las diferentes capas que queramos identificar en la narración, lo cierto es que la película funciona perfectamente como producto de entretenimiento de calidad.
Como decíamos antes, identificamos también la importante influencia, tanto a nivel narrativo como estético, de “El Rey León”; algo que tampoco es de extrañar, si tenemos en cuenta las deudas que la cinta de Roger Allers y Rob Minkoff  tenía a su vez del clásico de 1967. La historia de Simba bebía principalmente del teatro shakesperiano (“Hamlet”, “Ricardo III”, “MacBeth”), pero también cogía elementos de la adaptación de “El Libro de la Selva”. Así, por ejemplo, el protagonista se divide entre la responsabilidad representada por Rafiki y Zazu como nuevas versiones de Bagheera, o ese mundo lúdico y carente de obligaciones que le muestran Timón y Pumba siguiendo el estilo de Balú (¿no es acaso “Hakuna Matata” una versión revisada de “Lo Más Vital”?). Por otro lado, momentos como la muerte de Mufasa con una estampida de ñus recordaba también al modo en que Kipling representó la muerte de Shere Khan en su libro. En la nueva versión encontramos secuencias que establecen esa influencia de doble vía entre ambas obras. Así, entre otras cosas, la tregua del agua recuerda la primera secuencia de “El Rey León” con el ciclo de la vida, El Consejo de la Roca gobernado por Akeelah es el equivalente a la Roca del Rey de los leones, la estampida de bueyes mantiene su guiño con su equivalente de ñus y el enfrentamiento final con Shere Khan también tiene ecos argumentales y visuales con el clímax de “El Rey León”.
La dirección de la película ha corrido a cargo de Jon Favreau, realizador un tanto irregular, capaz de espléndidos entretenimientos como “Zathura” o la primera entrega de “Iron Man”, pero también de importantes desatinos como “Iron Man 2” o “El Chef”. Desde luego, puestos a escoger a un cineasta que llevara esta historia a la gran pantalla, se nos ocurren nombres más adecuados (por ejemplo, Ang Lee), pero no podemos negar que entre las virtudes de Favreau está su habilidad para trabajar con la tecnología e integrarla de manera orgánica en la narración. Afortunadamente, aquí nos encontramos con la faceta más afortunada de Favreau, quien aporta dinamismo y esplendor visual a la película, pero sobre todo se desenvuelve como pez en el agua a la hora de afrontar los retos técnicos que suponía esta nueva versión. El realizador se pliega a las necesidades del estudio y les ofrece una cinta de corte comercial, resuelta con pericia y sin fisuras de ritmo a lo largo de sus 105 minutos de metraje. Tampoco hay intención de llevar a la película más allá, y si bien las lecturas que comentábamos antes están presentes, el cineasta profundiza en ellas lo imprescindible para adornar el componente aventurero con ciertos toques de crítica social. Lo primordial es generar un producto que llegue a un mayor público posible y que sea tan válido para adultos como para pequeños, y para ello las aristas deben lo más redondeadas posibles.
Encontramos en la película un excelente trabajo de casting, que desgraciadamente queda lastrado por el doblaje (aunque afortunadamente, el estudio ha prescindido de la horrible estrategia comercial de invitar a famosos de diferente calado a ocupar el puesto de los dobladores originales). Sí hay que aplaudir el gran acierto de casting que supone el debutante Neel Sethi, quien soporta sobre sus jóvenes hombros todo el peso de la película, además de enfrentarse a unos compañeros de reparto ausentes, sustituidos por marionetas o referencias visuales, además de unos decorados prácticamente inexistentes, dominado todo a su alrededor por las pantallas de croma. El actor, junto con los asombrosos efectos digitales, son sin duda las dos grandes aportaciones de la película. A nivel de efectos, las imágenes generadas por ordenador consiguen un asombroso fotorrealismo, de los más extraordinarios obtenidos hasta la fecha en una producción cinematográfica, comparables a lo que supuso en su día el estreno de “Avatar” o “La Vida de Pi”, hasta el punto de que es muy difícil distinguir en muchas ocasiones qué partes del escenario son decorados físicos y cuáles son digitales. Todo esto sin que lo prodigioso de los efectos anule la narración. Es tal el grado de verosimilitud obtenido que el CGI pasa completamente desapercibido al espectador y le ayuda a sumergirse en la historia sin cuestionarse si lo que ve es real o virtual. Otro componente decisivo en la película es la partitura musical de John Debney. Conocido sobre todo por su trabajo para “La Pasión de Cristo”, el músico es un colaborador habitual de Jon Favreau y aunque por lo general su producción musical suele ser impersonal, formularia y anodina, aquí ofrece uno de sus trabajos más logrados. Con una partitura deudora del sonido de Jerry Goldsmith, la música está presente durante la mayor parte de la película, convirtiéndose en un importante hilo narrativo, no sólo para las secuencias de acción, sino por la manera en que ayuda a dar humanidad a los personajes digitales.       

Esta nueva versión de “El Libro de la Selva” ofrece un buen equilibrio entre clasicismo y modernidad. A nivel narrativo nos devuelve esa sensación proverbial del cine tradicional de aventuras, pero utilizando para ello los medios técnicos más avanzados. No alcanza el nivel de maestría de sus ilustres referentes, pero si supera con nota la media de las producciones de sus características que nos llegan hoy en día.   

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