En los últimos años, el
cine ha aprovechado para denunciar los excesos de la banca que generaron el
crack internacional de 2008, entre estos títulos podemos destacar películas
como “Margin Call” o “El Lobo de Wall Street”, dos cintas de las que, sin duda,
bebe el trabajo que aquí reseñamos, “La Gran Apuesta”. Basada en una historia
real (aunque se han cambiado los nombres de algunos de los protagonistas), la
película nos presenta las acciones de un grupo de personas que vieron venir el
estallido de la burbuja inmobiliaria y aprovecharon la situación para jugar con
el sistema y sacar partido económico del desastre que se avecinaba. Como los
protagonistas de “Margin Call”, los principales personajes de “La Gran Apuesta”
están lejos de reflejar algún tipo de catadura moral y sólo uno de ellos, y en
última instancia, llega a plantearse el verdadero impacto social de lo que
estaba por venir. Sin embargo, en este caso, no hablamos de villanos, al menos
no de los responsables del desastre, sino de un conjunto de embaucadores que se
apoyan en el viejo lema de “quien roba a un ladrón”. En este sentido, la
película, más que un análisis dramático de la crisis, lo que hace es
adscribirse al modelo de historias de estafas y picaresca más cercano a títulos
como “El Golpe”, “Los Timadores”, “Ocean’s Eleven” o “Atrápame si Puedes”, eso
sí, con el agravante de que lo que en ella se trata no es una historia de
ficción, por lo que tras el tono ligero y de comedia, encontramos un trasfondo
dramático y doloroso.
A nivel de guion
(recientemente galardonado con el Oscar a mejor guion adaptado), la película
ofrece una propuesta francamente ambiciosa y bien hilada. Esa mirada analítica
a la caída de los bonos raíces y las hipotecas basura, con una explicación
histórica de cómo se formó la gigantesca bola de nieve y la arrogancia de un
mercado bursátil que se creía indestructible a costa de la economía de la gente
de a pie sabe aportar un tono lúdico y frívolo al sinsentido del mercado inmobiliario
o al alambicado plan de los protagonistas para beneficiarse de ese exceso de
confianza, pero sin perder de vista el trasfondo real y trágico de la
situación. Lo que el libreto parodia es la estupidez y la ambición desatada del
ser humano, pero mantiene la línea ética de su humor sin traspasar los límites
del verdadero drama. La forma en que, a partir del ensayo del periodista
Michael Lewis “The Big Short: Inside the Doomsday Machine”, el guionista
Charles Randolph y el cineasta Adam McKay abordan un tema tan complejo y
exponen esta operación coral, con varias subtramas operando de manera paralela,
nos resulta un logrado trabajo literario, aunque se echa en falta un mayor
desarrollo de personajes. Salvo los casos de Michael Burry (Christian Bale), Mark
Baum (Steve Carrell) o, en menor medida, el ayudante de éste, Vinnie Daniel
(Jeremy Strong), el resto de ese grupo de protagonistas quedan sepultados bajo
la caricatura, especialmente Jared Vernett (Ryan Gosling), narrador de la
trama, y por ello el personaje más desaprovechado de la película. A pesar de
esto y de la abundancia de llamativas pelucas y tupés con las que les han
caracterizado, los personajes cumplen su función en la trama y los actores
hacen un excelente trabajo para sacar lo máximo posible de sus papeles.
Desgraciadamente, si en
lo que a guion adaptado y dirección de actores se refiere, Adam McKay lleva a
cabo un loable trabajo, su puesta en escena acaba siendo un lastre para la
película y acaba socavando las bondades de otros apartados. Hasta ahora el
cineasta se había caracterizado por su relación profesional con el humorista
Will Ferrell, para el que había realizado algunas de sus comedias más notables.
En ellas, McKay supo mantenerse en un segundo plano, dando libertad a los
actores para desarrollar el apartado humorístico y concentrándose en aportar un
timing narrativo adecuado a la historia. Con “La Gran Apuesta” vio su gran
oportunidad para demostrar su talento como cineasta y ha cometido el error de
querer superponer su puesta en escena a la propia historia o los personajes. McKay quiere construir con la película una cinta rápida,
compleja, multirreferencial y con una narrativa postmoderna, evidenciando como
principal influencia el virtuosismo narrativo de Martin Scorsese; sin embargo,
esta correlación pronto se manifiesta demasiado ambiciosa para el director,
quien es incapaz de aportar a la cinta la brillantez y el dominio narrativo que
requiere su enfoque. Esto queda especialmente patente en los primeros 40 minutos
de metraje, cruciales para presentar no sólo a los personajes, sino el contexto
y los conceptos económicos necesarios para comprender la trama, y que acaban
deviniendo en un caos visual. Pasado el bloque introductorio, la cinta reduce
sus ínfulas postmodernas, pero, por un lado el daño, ya está hecho y, por otro,
este enfoque pseudo-experimental sigue manteniendo su huella en el resto del
metraje. En su pretensión autoral, McKay ambiciona un juego de montaje de
diferentes capas, combinando imágenes de archivo con los planos rodados para la
película e incluso rompiendo con la cuarta pared para introducir aclaraciones a
los espectadores. En este sentido, el montajista Hank Corwin cumple con las directrices
que le han dado y lleva a cabo una labor compleja y loable, pero equivocada. El
problema no viene de su mano, sino de las erradas instrucciones de McKay y su
impericia a la hora de llevar este juego visual a buen término, provocando a
cambio un resultado pretencioso y confuso.
Visto lo visto, resulta
una pena que esta historia haya llegado a las pantallas de manera tan fallida.
Esta “Gran Apuesta” contaba con elementos a su favor para ser una gran
película, pero acaba convirtiéndose en un lastimoso ejemplo, por antitético, de
lo relevante que es la figura del director para llevar a buen puerto un
proyecto cinematográfico. En nuestra opinión, un poco más de humildad en la
puesta en escena o una mayor destreza narrativa para cumplir con los objetivos
por parte de su realizador hubiese podido conducir a esta película a los niveles
de excelencia que se ambicionaban.
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