Hubo una época en la que la
literatura distópica ofrecía una lectura especulativa sobre nuestra sociedad,
llegando incluso a adelantarse al propio declive de la civilización,
elucubrando sistemas de gobierno ordenados y reguladores que acababan
destruyendo o aplacando al espíritu humano. El fracaso de las utopías sociales
a mitad del siglo XX originó la visión pesimista del futuro de la humanidad de
George Orwell, Aldous Huxley o Ray Bradbury, entre otros. El abuso de los
autoritarismos, la corrupción de la libertad, el control de la educación y la
cultura, la industrialización del individuo, una reglamentación deshumanizadora
y la amenaza nuclear creó las peores pesadillas de la civilización, a las que
después se sumarían la destrucción medioambiental, la alienación o la
proliferación de mundos virtuales. También dentro del subgénero, podemos
destacar dos vertientes principales, aquellas en las que el protagonista
intenta cambiar la sociedad desde dentro (“1984”, “Fahrenheit 451”), y en las
que huye en busca de un futuro mejor y acaba enfrentándose a una alternativa
igual o más tenebrosa (“La Máquina del Tiempo”, “La Fuga de Logan”). Pese a
notables avances positivos, a día de hoy sentimos que estamos más cerca de
aquellas distopías que antes y que nuestros sistemas de gobierno no sólo
resultan ineficaces, sino que benefician a las oligarquías por encima de las
necesidades del pueblo.
Hace pocos años, la crisis
capitalista y la corrupción política parieron un renacer de la utopía de los
llamados “populistas”, nuevas-viejas formas de hacer política, abanderada por
nuevas generaciones que buscaban cambiar el mundo, devolver la capacidad de
decisión al pueblo y destruir el control de los poderosos. No es de extrañar,
por lo tanto, que en los últimos años hayamos experimentado también un brote de
literatura de ciencia ficción juvenil inspirada en aquellas pesadillas
absolutistas de los distópicos de mediados del siglo XX. Sin embargo, lo que
otrora era un grito desgarrado y desmoralizado por el fracaso del espíritu de
cambio, ahora, en su mayor parte, se ha transformado en una operación
comercial, franquicias precocinadas que replican patrones narrativos de manera
industrial, con un target de público definido, pero huecas de mensaje. Esa
naturaleza artificiosa adquiere aún más calado si cabe con su trasvase al medio
cinematográfico. La serie de “Divergente” es un ejemplo de ello. Si en sus dos
primeras entregas nos ofrecía el enfrentamiento de un grupo de jóvenes
inadaptados contra la tiranía de un sistema político basado en la regulación
del individuo por habilidades y la eliminación de la ecuación de aquellos que
no encajaran en la cuadrícula social, en esta nueva entrega, “Divergente. Leal.
Parte I”, encontramos dos tramas principales. Una vez acabada con la dictadura de
Jeanine, ha llegado el momento de sacar al personaje protagonista de su entorno
y situarlo en un hábitat diferente, más futurista, pero a la postre igual de
totalitario y homogeneizador. Al mismo tiempo, después de cantarnos el éxito de
los populistas, los inadaptados que lograron acabar con el sistema, ha llegado
la hora de narrar su caída, su paso al lado oscuro, donde la corrupción
inherente al ser humano les lleva a replicar las mismas conductas represivas e
inhumanas de sus contrincantes.
Tras la cámara repite Robert
Schwentke, artesano del cine que en la anterior película se las apañó para
aportar un cierto empaque visual al conjunto, pero que aquí evidencia una total
desidia por la historia y el nuevo contexto social en la que se desarrolla.
Tampoco es que el guion motive a lo contrario. El único aspecto positivo que
encontramos a la adaptación es que, a pesar de recoger sólo la primera mitad
del libro, sí consigue dar un cierre argumental a la cinta, al contrario que
otros casos similares (como “Los Juegos del Hambre. Sinsajo. Parte I”) donde la
escisión de la trama de la novela dejaba a la primera mitad huérfana de
identidad propia. Desgraciadamente, a medida que avanza, la historia se va
adentrando en terrenos cada vez más absurdos e inverosímiles, todo resulta a su
vez demasiado plano y artificial, impidiendo que el espectador pueda tener una
conexión emocional con los personajes. La ausencia de carisma y de química de
los actores principales, ya evidente en las entregas anteriores, aquí resulta aún
más molesta. Ni Shailene Woodley, ni Theo James aportan nada nuevo a sus
personajes, más bien parecen estar completamente perdidos y ausentes en la
cinta. También es cierto que la cosa no mejora con actores veteranos y más
solventes como Naomi Watts o Jeff Daniels (en las anteriores, Kate Winslet
tampoco dio la interpretación de su carrera, precisamente, pero al menos sí
lograba resultaba convincente en su papel). Únicamente Miles Teller parece
saber los márgenes en los que se mueve su personaje, que básicamente son
resultar insufrible al espectador. A nivel técnico, la cinta abusa de los
fondos digitales. Ese mundo al otro lado del muro que represente una sociedad
más avanzada que la que conocen los protagonistas implica un cambio estético en
la saga, pero también un mayor uso de la infografía, con resultados poco
verosímiles. Ni los decorados digitales convencen al espectador, ni los actores
se ven cómodos trabajando en ellos. A esto se suma también un trabajo musical
excesivo y cargante. Joseph Trapanese repite por enésima vez ese sonido
zimmeriano que le abrió las puertas de Hollywood tras su paso por “Tron.
Legacy”, subrayando de manera innecesaria la mayor parte del metraje.
No podemos negar algunas buenas ideas
argumentales de fondo en esta “Divergente. Leal. Parte I” (las mismas que ya
estaban en los dos títulos anteriores), pero, una vez más,
son rápidamente descartadas en favor de un conjunto esquemático, previsible,
reiterativo y carente de sustancia alguna. Por delante aún queda una entrega
más, pero prevemos pocas posibilidades de que esta franquicia logre remontar en
un último capítulo, lo que en tres no ha logrado conseguir.
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