La filmografía de Dennis Villeneuve
se ha caracterizado por representar un enfrentamiento continuo entre idealismo
y violencia. Sus personajes parten de una posición moral para después
enfrentarse a la disyuntiva entre ese optimismo quijotesco y lo corrupto de la
realidad. En su último trabajo, “Sicario”, el cineasta lleva esa dicotomía al
contexto de la lucha antidroga operante entre Estados Unidos y Latinoamérica en
la frontera con México.
El personaje principal es Kate Marcer
(interpretada por una soberbia Emily Blunt), una novata agente del FBI a la que
destinan a un grupo de élite creado para combatir a los cárteles de la droga
instalados en Ciudad Juárez. Allí no sólo se enfrentará al mundo de violencia
del narcotráfico, sino también a la perversión del sistema de justicia
americano. Tanto ella, como su compañero Reggie Wayne (al que da vida Daniel
Kaluuya) y el (paradójicamente) policía corrupto Silvio (interpretado por Maximiliano
Hernández) se convierten así en las víctimas de un sistema que establece una
leyes, pero juega con otras diferentes, dictadas por la violencia y el ansia de
poder y control. Frente a ellos encontramos dos bandos de lobos, depredadores
agresivos. Por un lado, los cabecillas de ese cuerpo de élite, Alejandro
(Benicio del Toro) y Matt Graver (Josh Brolin), quienes para poder acabar con
el cártel de Juárez trasgreden los límites marcados por la ley y se rigen por
un código de violencia descarnada con el que atemorizar y eliminar a sus
enemigos, en un caso por venganza, en el otro por ambición. Por otro lado,
tenemos la violencia callejera del cártel, liderada por el elegante, pero letal
Manuel Díaz (Bernardo Saracino) y el Carnicero (Fausto Cedillo). Bajo la visión
del guionista Taylor Sheridan y el director Dennis Villeneuve, esta
confrontación parece ser una batalla perdida, donde la integridad de la
protagonista tiene poco que hacer contra la corrupción del sistema, hasta el
punto que esta mirada pesimista lleva al espectador a cuestionarse si realmente
el idealismo moral que define a Marcer no es más que una postura ingenua e
irreal, siendo la única salida la opción representada por Alejandro y Graver.
Para que esta confrontación tenga
efecto, Villeneuve se esmera en la dirección de actores, especialmente en lo
que se refiere a su trabajo con Emily Blunt y Benicio del Toro, entre cuyos
personajes se genera un vínculo especial, contrapuestos, pero que saben
reconocer el uno en el otro su posición a ambos lados del espejo moral de la
historia. Blunt recoge el testigo de grandes papeles femeninos aguerridos, como
la Jodie Foster de “El Silencio de los Corderos”, ofreciendo una interpretación
seca e intensa, igual de eficaz en las secuencias físicas como en la
representación introspectiva de un personaje obsesionado por su trabajo y
desapegado del entorno social fuera del mundo criminal en el que se mueve. Del
Toro, por su parte, vuelve a demostrar que es uno de los mejores actores de su
generación, fusionando en su personaje calidez y ternura con una presencia
amenazadora y agresiva. El resto del reparto vuela también a gran altura,
destacando la falsa cordialidad de un manipulador Josh Brolin, la dualidad
entre violencia e indefensión de John Berthal o la cotidianidad que destila los
momentos de Maximiliano Hernández con su hijo en la ficción.
Villeneuve no sólo cumple a la perfección
como director de actores, también ofrece una compacta escenificación de la
violencia con poderosas set pieces donde la imagen refleja toda la tensión y
brutalidad de la historia. Así destaca la frialdad y la limpieza narrativa con
la que el cineasta coreografía momentos como el enfrentamiento en la aduana,
con un asombroso uso de los planos aéreos, o la secuencia de la cueva, con esa
integración de planos subjetivos de visión nocturna y otras fuentes de recursos
visuales. Aquí juega un papel fundamental la labor de iluminación de Roger
Deakins, quien repite con Villeneuve después de su fantástico trabajo en
“Prisioneros” y que vuelve a demostrar aquí que es uno de los más
extraordinarios director de fotografía del cine hollywoodiense actual. Existe
en la película también una cierta jerarquía entre lo que se muestra y lo que se
obvia. En muchas ocasiones el director opta por desterrar la acción fuera de
plano, depositando en manos del espectador el visualizar los momentos más
truculentos de la película. Así, pese a momentos demoledoramente explícitos,
como la secuencia inicial, la puesta en escena del cineasta logra darle mayor
intensidad a todo aquello que deposita en el campo de la elipsis. Otro colaborador habitual de
Villeneuve es el compositor Jóhann Jóhannsson, más conocido por su luminosa
partitura para “La Teoría del Todo” por la que fue nominado al Oscar el año
pasado, pero que habitualmente transita por terrenos más tenebrosos como los de
esta película. La partitura de “Sicario” confiere a la película una continua
sensación de amenaza. Se trata de una composición obsesiva y feroz, casi ritual,
dominada por las cuerdas, que sirve de advertencia al espectador de la
proximidad del terror.
“Sicario” se convierte así en un
intenso thriller que hereda los modos de los años 70 y los adapta a las
características del cine espectáculo actual, visualmente contundente, pero sin
desatender el componente humano de los personajes y la historia, consiguiendo
un espléndido equilibrio entre la pulsión comercial del cine de Hollywood con
la mirada personal del cine de autor. El destino ha querido, además, que esta
historia de confrontación de terror con terror que es “Sicario” llegara a las
carteleras el mismo fin de semana del atentado terrorista en París, dos
contextos aparentemente disociados, pero que ejemplifican a la perfección ese
eterno retorno de violencia en el que convulsiona nuestra sociedad.
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