miércoles, 27 de febrero de 2013

HISTORIOGRAFÍA CINEMATOGRÁFICA. PARTE I. SIGLO XIX

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Una de las virtudes del arte en general y del cine en particular es la posibilidad que nos ofrece de hacer una relectura de la actualidad en base a acontecimientos históricos. Películas ambientadas en épocas pasadas adquieren, desde nuestra perspectiva contemporánea, un valor añadido que nos permite reflexionar no sólo sobre aquello que se nos narra, sino también su relevancia y parentesco con acontecimientos más cercanos. Varios de los estrenos que nos han llegado en los últimos meses participan de esta característica, ofreciéndonos una cronología que arranca en el siglo XIX y concluye con hechos históricos de la primera década del siglo XXI.

“LOS MISERABLES”. LA REVOLUCIÓN SERÁ CANTADA.

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En 1862 el imprescindible escritor francés Victor Hugo publicaba su novela “Los Miserables”, en la que abordaba una épica historia ambientada durante el fallido levantamiento de Junio de 1832, también conocido como “La Rebelión de Junio”. En su obra, el autor se hacía eco de la devastadora situación de pobreza y explotación en Francia y el creciente clima de desencanto, indignación y rebeldía que provocaban las diferencias sociales. Hugo se situaba en la posición de los desfavorecidos y convertía su derrota en una victoria moral. Siglos más tarde, en la década de los 80 del siglo XX, Alain Boublil y Claude-Michel Schönberg tomaron esta novela como base para construir uno de los musicales de mayor éxito, manteniendo el aliento épico y reivindicativo del original. Llama la atención que, tras un largo período intentando levantar una adaptación del libreto al cine, ésta finalmente haya llegado a las pantallas en 2012, un año marcado por los levantamientos populares provocados, como aquella Revolución de 1830, por una situación de profunda crisis económica que se ha cebado en las clases más necesitadas, aumentando el desempleo, la pobreza, pero también la indignación social y la rebeldía contra los estamentos políticos y financieros. No es difícil encontrar concomitancias entre la desesperación de personajes como Jean Valjean o Fantine, la intransigencia y deshumanización de la ley personificada en Javert o el grito de revolución liderado por Marius, y las situaciones que hemos experimentado en estos últimos años en diferentes países europeos. Esto ha permitido que la cinta haya llegado quizás con más fuerza a un público que ha sentido como suyas las letras de las canciones que pueblan este musical.

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De la mano del director británico Tom Hooper, la puesta en escena de esta adaptación ha preferido obviar las posibilidades épicas de la historia y centrarse en una narración más intimista. El cineasta marca en determinados momentos el espectro de la acción (por ejemplo, con el arranque en la prisión), pero evita que esto defina el tono de su película, algo que ha sido criticado, pero que a nuestro entender ha supuesto una decisión arriesgada y coherente por parte de Hooper. Uno de los aspectos que proporcionó un gran éxito a “Los Miserables” en su estreno teatral fue lo ambicioso de su producción y lo complejo de su escenificación, sin embargo para el cine se ha priorizado una planificación de primer y plano medio, por dos razones fundamentales. La primera es concentrar la atención del espectador en el drama y los personajes, intentado evitar que su mirada se distraiga con otros componentes, algo que puede aportar el cine y que lo diferencia de la experiencia teatral. Por otro lado, las diferentes canciones han sido rodadas en directo en el set, permitiendo a los actores integrar mejor la interpretación musical en su representación de los personajes. Los puristas encontrarán las voces de los actores menos trabajadas que en la versión de Broadway (a excepción de los espléndidos Hugh Jackman y Anne Hathaway), pero con un mayor grado de realismo en la ejecución. Esto aporta una expresividad y una sensibilidad que hubiese quedado desaprovechada con una planificación más abierta. Hooper hace que “Los Miserables” no sea tanto la historia de una revolución, sino la crónica de unos personajes desventurados en busca de redención.

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Precisamente, es en aquellos momentos en los que el director tiene que abrir el espectro cuando la cinta tiene dificultades para hallar el tono adecuado, alternando entre un enfoque realista y otro teatral, incluso guiñolesco, y generando un resultado desigual. Esto queda compensado con el apartado interpretativo, donde los actores se han atrevido con un desafío sin precedentes. En este sentido, los dos grandes triunfadores han sido Hugh Jackman (verdadero promotor de esta adaptación, quien desarrolla aquí la que sin duda será una de las interpretaciones más importantes de su carrera) y Anne Hathaway (cuyo breve papel como Fantine marca el punto álgido de la película con el tema “I Dreamed a Dream”). Russell Crowe intenta compensar su menor experiencia musical aportando gran presencia al personaje de Javert, aunque esto afecta principalmente a los duelos dialécticos con Jackman/Valjean, donde éste se impone por completo a su contrincante. Lo contrario sucede con Eddie Redmayne, quien ofrece un extraordinario trabajo musical, aunque el papel de Marius se hubiese beneficiado con alguien de mayor presencia física en pantalla. Amanda Seyfried, Samantha Barks, Sacha Baron Cohen y Helena Bonham Carter defienden espléndidamente a sus personajes, aunque estos hayan perdido relevancia en la adaptación cinematográfica.

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Por el resto, “Los Miserables” ofrece una adaptación lujosa, con un extraordinario trabajo de diseño de producción. Todos los elementos han sido cuidados con mimo de manera que ese tono épico que comentábamos que el director había rebajado en su puesta en escena, queda reflejado en los espléndidos decorados y vestuarios que visten la historia. Tal vez la cinta se hubiese visto beneficiada con otro director, de pulso más firme y con un enfoque más personal (a nosotros particularmente nos hubiese gustado ver esta historia contada con el virtuosismo de un Martin Scorsese), sin embargo, la ejecución artesanal de Tom Hooper es también responsable de los mayores logros de la cinta y, con sus fallas, esta cinta nos sigue pareciendo uno de los títulos más logrados del pasado 2012.

“DJANGO DESENCADENADO”. BLACK POWER

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En su última película, Quentin Tarantino nos ofrece también un salto al pasado, concretamente al año 1858, dos años antes del inicio de la Guerra de Secesión y con el tema de la esclavitud como eje pivotal de la narración. Por supuesto, viniendo de este director, “Django Desencadenado” está lejos de ser una película histórica. Desde el principio de su carrera, la visión de la realidad dentro de las obras de Tarantino ha estado marcada por su bagaje cinematográfico. Cuando se dio a conocer gracias a “Reservoir Dogs” la crítica lo comparó con Martin Scorsese y le reprochó que, frente a éste, cuya visión del crimen organizado tenía un origen experiencial a través de su infancia en Queens, en el barrio conocido como Little Italy, su opera prima bebiera de la ficcionalización que el cine había hecho de esa realidad. Con el tiempo, lo que era una recriminación se ha convertido en una firma autoral, llegando a un nivel diferente en “Malditos Bastardos”, donde el cineasta no tenía prejuicios en modificar la historia a su antojo en favor de una reescritura cinematográfica. Lo mismo podemos decir de su último trabajo.

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Tarantino coge elementos históricos, como la creación del Ku Klux Klan, la creencia en la frenología para justificar la segregación, las distinciones raciales en la sociedad de la época o incluso la propia jerarquía existente dentro del sistema esclavista del sur entre los esclavos de la plantación y los privilegiados negros de la casa, y los subvierte de acuerdo a cánones cinematográficos (homenajes al spaghetti western) y mitológicos (la lectura germánica del argumento, heredera de la leyenda de Sigfrid y Broomhilda en “Los Nibelungos”), convirtiendo a Django en el equivalente a la Shosanna de “Malditos Bastardos”, es decir, el héroe capaz de ignorar las barreras históricas y reescribir la realidad a su antojo. Definido como “un negro entre un millón”, el protagonista trasgrede las leyes de los negreros, matando a blancos impunemente, cabalgando, vistiendo como un blanco, negociando con ellos, sentándose a su mesa a cenar. Esta subversión escandaliza a muchos esclavistas, pero también a los propios negros, como el caso del primer encuentro de Django con Stephen, a la llegada del héroe a Candieland. Por otro lado, no es baladí que Tarantino haya tomado como referencia el cine de la década de los 60 y los 70 (no sólo el spaghetti western, también la Blaxplotation), época de ebullición en Estados Unidos de líderes sociales como Malcolm X o movimientos como los Panteras Negras. “Django Desencadenado” es una historia de venganza, no sólo personal, sino histórica. El cineasta construye un personaje anacrónico, adelantado más de cine años a su tiempo, y lo emplea para desquitarse con rabia de los excesos de los esclavistas.

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La película cuenta con los ingredientes habituales de su director: Diálogos agresivos y cortantes, extensos monólogos, una puesta en escena esteticista y enfática, fetichista a la hora de homenajear a su referentes, un tratamiento de la violencia excesivo y grotesco, además de una construcción episódica lo que favorece la incorporación de un reparto coral. Tarantino sigue siendo un experto director de actores, sacando los mejores registros a estrellas como Christoph Waltz, Leonardo DiCaprio o Samuel L. Jackson. Waltz se ha convertido en el actor tarantiniano ideal, declamando como ningún otro los diálogos del director; DiCaprio (pese a la aparente desavenencias con el cineasta) ofrece un trabajo excepcional, un villano decadente y desagradable, incestuoso y relamido en sus exquisitos modales sudistas; y por último, Jackson se luce como Stephen , el negro de la casa, auténtico mutherfucker, verdadero antagonista de la historia, por encima incluso de Calvin Candie. Estos tres personajes se imponen por encima del propio protagonista, espléndidamente interpretado por Jamie Foxxx, pero que resulta tan determinado en sus objetivos que acaba siendo un personaje plano, monolítico, sin progresión dramática. Otros personajes secundarios aportan color y dinamismo a la cinta, pero de manera puntual y episódica, como parte de ese encadenado argumental que va construyendo el director.

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Si comentábamos que la película evidencia todas las virtudes del cine tarantiniano, también hay que comentar que no se escapa de sus defectos, magnificándolos incluso. En 2003, el díptico de “Kill Bill” sirvió de bisagra en la carrera del director. Desde entonces, sus películas se han dejado llevar por una desmesura que evidencia la querencia de Tarantino por la digresión como herramienta narrativa y una incapacidad o falta de voluntad a la hora de desprenderse de subtramas que recargan en exceso sus películas, las alargan sin necesidad y desequilibran el resultado. “Django Desencadenado” carga con demasiados elementos que de manera individual pueden resultar llamativos, interesantes o divertidos, pero que son prescindibles y no ayudan a la trama principal. El cineasta dilata en exceso la llegada de Django y el Dr. King Schultz a Candieland. Primero con el episodio del rescate del protagonista, su iniciación como cazarrecompensas, la captura de los hermanos Brittle o la primera cabalgata del Ku Klux Klan. Todo esto se lleva más de la mitad del metraje, cuando perfectamente algunos de estos episodios se podían haber sintetizado o incluso eliminado en favor del ritmo global de la película. Por el contrario, el clímax final parece precipitado y mal resuelto, casi como si ya el director hubiese perdido el interés y quisiera finiquitar la historia lo más pronto posible. Por otro lado, pese a sus bondades, la cinta no aporta ninguna novedad en el discurso del cineasta, quien reincide en las mismas propuestas que ya habían engalanado “Malditos Bastardos”. Esto se puede apreciar especialmente en el apartado musical, uno de los puntos fuertes de su filmografía anterior. Como es habitual en él, el director construye todo el bloque sonoro a partir de temas preexistentes, adaptando el montaje al ritmo de la música y no al revés, como suele ser habitual. Sin embargo, por primera vez en su carrera, la selección de canciones y temas procedentes del legado del western no termina de encajar. Puede que en la secuencia, de manera aislada, sí (siempre y cuando el espectador sea capaz de desprenderse del referente original al que pertenecen muchos de los temas), pero el discurso musical del conjunto de la película carece de cohesión y pierde efectividad. Todo esto deja una sensación de autocomplacencia que no es positiva ni para la película ni para Tarantino, a quien el éxito parece haberle acomodado en una posición en la que ya no hay quien le chiste. Sí, “Django Desencadenado” sigue siendo una excelente película, pero también da la impresión de que el cineasta se ha estancado en su propio estilo, incapaz o indiferente a seguir progresando.

“LINCOLN”. LUCES Y SOMBRAS DE LA POLÍTICA

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Más de doce años es lo que le llevó a Steven Spielberg culminar su ansiado biopic sobre la figura de Abraham Lincoln, decimosexto presidente de los Estados Unidos, y lo ha hecho en un momento inmejorable para la cinta. Cuando el estamento político se encuentra en uno de sus momentos de confianza más ínfima por parte del pueblo, cuando los escándalos de corrupción empañan la imagen pública de los poderes públicos, en un momento de crisis donde la esperanza que encarnaba Barack Obama y su “Yes, We Can” parece haberse diluido con su mandato, el director demócrata por excelencia rescata la figura de uno de los políticos más valorados y respetados por los estadounidenses, quien curiosamente era republicano, y se centra además en uno de los periodos más reverenciados de su mandato, la aprobación de la decimotercera enmienda en 1865, a través de la cual se abolió la esclavitud en el país. Sorprendentemente, la mayor relevancia de esta película dentro del panorama actual, ha tenido lugar a posteriori, y de manera accidental, ya que el estreno de la película sirvió para dejar en evidencia que, por un tecnicismo, el estado de Mississipi aún no había ratificado la abolición de la esclavitud, llevándose esto a cabo finalmente con un siglo y medio de retraso. Realmente Mississippi ratificó la enmienda en 1995 (en cualquier caso, 130 años después), pero la votación de su asamblea legislativa no le fue comunicada al gobierno federal, siendo éste el dato que se reveló tras el estreno de la película.

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Una cinta con un personaje tan icónico para los estadounidenses y narrada por Steven Spielberg amenazaba con caer en el terreno del panfleto nacionalista y sentimental, pero, salvo en el prólogo y el epílogo de la cinta, Spielberg se aparta de sus modos habituales en favor de una puesta en escena analítica y exhaustiva donde cada escena aporta información valiosa para el desarrollo de la trama. Lejos de caer en una hagiografía acerca de la vida y obra de su protagonista, el cineasta establece un relato apasionante sobre la guerra de trincheras de la política, y deja en evidencia algunos de los aspectos más cuestionables de los métodos del presidente para imponer su objetivo. Con “Lincoln”, Spielberg (con la siempre inestimable ayuda de la pictórica fotografía de Janusz Kaminski, el admirable diseño de producción de Rick Carter y la partitura nacionalista de John Williams) vuelve a demostrar su maestría, desarrollando una sobria y cuidada puesta en escena para esa batalla de salones en las que se convierte el mundo de la política, dejando claro que la aparente intrascendencia de algunas conversaciones esconde realmente un trasfondo grave y complejo. El que siempre se había caracterizado por ser un director de exteriores (posiblemente la única excepción en su carrera hasta ahora había sido “La Terminal”), se evidencia aquí tremendamente hábil a la hora de lidiar con una historia que sucede de puertas a dentro. A penas hay mención a los intereses económicos que suponían para el Norte la abolición de la esclavitud como medida de presión contra la industria del Sur, pero sí a las artimañas de presidente para dilatar el final de la Guerra de Secesión (con el precio en vidas humanas que ello supuso) o comprar votos en forma de prebendas a los políticos de la oposición, demostrando que el arte de la política ha evolucionado poco en prácticamente un siglo y medio de historia.

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En este sentido, es necesario destacar la labor del dramaturgo y guionista Tony Kushner, quien ha logrado sintetizar en un único libreto tres complejas tramas que se van alternando alrededor de la figura del presidente Lincoln. En las dos horas y media de duración del metraje asistimos a la evolución de las negociaciones para aprobar la decimotercera enmienda, el desarrollo de la etapa final de la Guerra de Secesión y nos adentramos en la faceta familiar del personaje, especialmente su relación con su mujer Mary Todd Lincoln y con su hijo Robert. Las dos primeras nos ofrecen el retrato político de un estratega mientras mueve sus piezas, evaluando con precisión el coste político y ético de cada una de sus decisiones. La tercera aborda el lado humano del personaje como un hombre distante y comedido a la hora de expresar sus sentimientos de manera emocional. Pese a su extensa duración, no podemos decir que haya en “Lincoln” ninguna escena de relleno o de transición y estas tres tramas simultáneas acaban retratando de manera clara al personaje, quien de esta manera es deconstruido en toda su complejidad. La pega, de ser tal, es la densidad del conjunto dentro de un contexto de cine comercial, generalista, como el que estamos situados y que acaba demandando mucha atención por parte del espectador. Éste no puede perder hilo de ninguna de las tramas, al mismo tiempo que debe asimilar gran número de nombres y personajes para no perderse en el desarrollo de la historia.

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Por supuesto, gran responsabilidad del éxito de la película recae en la asombrosa labor de Daniel Day Lewis, quien vuelve a dar muestras de su habilidad camaleónica a la hora de convertirse en un personaje, borrando su propia identidad y asumiendo por completo su rol ficticio. Esta prodigiosa interpretación ha sido cuidada en todos los aparados. Es cierto que se apoya en la caracterización y el maquillaje para potenciar el parecido físico con el referente histórico, pero al mismo tiempo, el actor no se queda en el disfraz y desarrolla una particular cadencia a la hora de hablar o moverse que define a la perfección el carácter de Abraham Lincoln y la confianza que generaba en los demás. Junto a esta labor, hay que destacar también el trabajo de Sally Field como Mary Todd y Tommy Lee Jones como Thaddeus Stevens. La primera se enfrentaba a la dificultad de dar verosimilitud a un personaje excesivo, que ya en su momento generó incredulidad entre sus contemporáneos debido al obsesivo luto que guardó por su marido tras el magnicidio, un comportamiento que había sido ya anunciado tras el fallecimiento de sus hijos Edward y William (la cinta se desarrolla de hecho poco después de la muerte de éste último a la edad de 12 años y el tono fúnebre acompaña a la familia Lincoln, también como elemento ominoso del posterior asesinato del presidente). Field se apoya en esto y convierte la inestabilidad emocional de la Primera Dama en la base de su trabajo, describiéndola como una mujer de fuerte carácter, inteligente y autoritaria, pero emocionalmente quebrada y al borde de la locura. Por su parte, Jones tiene la responsabilidad de convertir en atractivo un personaje arisco y determinado, al que no llegaremos a entender del todo hasta su última escena en la película. El habitual hieratismo del actor pasa aquí a ser ese muro de contención bajo el que reside el secreto del congresista Stevens, así como la fría expresión del desprecio que siente por todos esos compañeros de bancada que se regodean en sus ideas segregacionistas y se burlan de sus propuestas no sólo abolicionistas, sino integracionistas. El resto de los actores están espléndidamente caracterizados y dirigidos por Spielberg, pero ya con una relevancia menor en la trama. Entre ellos, brillan especialmente David Strathairn como el Secretario de Estado William Seward, Joseph Gordon-Levitt como Robert Lincoln, el grupo formado por James Spader, John Hawkes y Tim Blake Nelson (como W.N. Bilbo, Robert Latham y Richard Schell), o Jared Harris como el General Grant. Puede que la presencia de algunas figuras históricas sea más bien testimonial para aligerar metraje de la película, pero Spielberg sí ha querido compensar y subrayar la importancia de estos personajes cediendo el papel a destacados actores de carácter como Hal Holbrook, Jackie Earle Haley o Michael Stuhlbarg.

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Pese al tiempo y la dedicación que le ha dado el director, “Lincoln” no es la gran obra maestra de Steven Spielberg, cierto, pero el director sí puede enorgullecerse de haber realizado una cinta sobresaliente, sin fisuras, sustentada en un guion milimétrico y unos actores extraordinarios. El cineasta es capaz de extraer lo mejor de cada uno de ellos y ofrecer un trabajo al mismo tiempo característico de su filmografía, pero también atípico. Tras dos cintas tan claramente spielbergianas como “Las Aventuras de Tintín. El Secreto del Unicornio” y “War Horse. Caballo de Batalla”, el cineasta ha sido capaz de reinventarse y expandir sus horizontes como narrador, y eso es algo de lo que pueden vanagloriarse pocos directores con una trayectoria tan extensa como la suya.

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