lunes, 25 de mayo de 2020

“LUCY IN THE SKY”. FLOTANDO EN EL ESPACIO.

Pese al rotundo peso que la televisión o, mejor dicho, las plataformas tienen hoy en día, el cine sigue tentando a los creadores, que parecen no sentirse realizados hasta llevar a cabo, al menos, su primer largometraje. A Noah Hawley, creador de series como “Bones”, “Fargo” (por la que recibió un premio Emmy en 2014) o “Legión”, le ha llegado el momento tras 14 años de éxitos televisivos. En este tiempo, Hawley ha conseguido convertirse en uno de los nombres de referencia de la nueva televisión. Su apuesta por series de perfil complejo, alejadas del tono mainstream, le ha situado en un puesto de creador atrevido e inesperado.
“Lucy in the Sky” se inspira en una historia real, la de la astronauta Lucy Nowak, detenida el 7 de febrero de 2007 y acusada de intento de homicidio, tras secuestrar y agredir a otra astronauta de la NASA por un asunto de celos. A Hawley le llamó la atención que una persona que había estado en el espacio acabara obteniendo cierta repercusión pública por algo tan mundano como un triángulo amoroso. Es cierto que la película no busca ser un biopic de Nowak, aunque su Lucy Cola herede muchos aspectos de la verdadera astronauta. Tampoco pretende el director contar una historia de stress post traumático, aunque también está presente y es un factor decisivo en los acontecimientos de la película. No, el enfoque de Hawley pretende ir más allá, reflexionando sobre el shock mental que se produce en una persona que ha sido capaz de ver más allá de las fronteras físicas que nos rodean y determinan nuestra visión de la vida. Para ello la narración se acerca al concepto de cuarta dimensión, desdibujando la linealidad temporal y posicionando al espectador en la mente de la protagonista, donde pasado y presente se va cruzando, anticipando paulatinamente su derrumbe psicológico. Hawley experimenta no sólo con el montaje, sino también con los formatos de imagen, que van cambiando de manera fluida a lo largo de toda la película e incluso dentro de una misma escena, y con los movimientos de cámara, dando a la imagen una sensación de ingravidez continua.
La cinta arranca con la protagonista en el espacio y la cámara girando a su alrededor en respuesta a la falta de gravedad, pero una vez la acción se traslada a La Tierra, el cineasta mantiene el mismo efecto. Lo que en principio se define como Rocket Lag, se reconvierte en la incapacidad de Lucy de readaptarse a la realidad cotidiana y la trivialidad de su vida familiar tras ver la inmensidad del espacio. Lo difuso de las barreras físicas y temporales en la narración convierte en la película casi en un viaje psicodélico por la mente de la protagonista (de ahí que la referencia a The Beatles en el título no sea gratuita), incentivándose a medida que su ruptura con la realidad va derivando en un comportamiento obsesivo y psicopático. En este sentido, Hawley parece querer dirigirse a un enfoque cercano al cine de Christopher Nolan y, más concretamente, a títulos como “Memento”, “Origen” o “Interstellar”. El listón le queda grande, pero se agradece el riesgo, ya que más que el interés que nos pueda provocar la historia que cuenta, lo más atractivo de la película es la forma en la que el director ha decidido contarla.
En esto ayuda también especialmente el espléndido trabajo de Natalie Portman, quien una vez más nos ofrece un tour de forcé interpretativo a través de un personaje nada cómodo y que dificulta la empatía por parte del espectador. Más que la recreación de las escenas en el espacio o los juegos visuales para desdibujar la realidad, el verdadero efecto especial de la película es su actriz, quien es, en todo momento, el centro de gravedad de la película y de la propia planificación. A ella se suman un reparto bien equilibrado, con unos excelentes Jon Hamm, Dan Stevens, Pearl Amanda Dickson, Zazie Beetz y Ellen Burstyn (quien por momentos parece retomar aspectos de su papel en “Réquiem por un Sueño”); sin embargo, todos ellos giran gravitacionalmente en torno a Portman, siendo su personaje el que les da entidad a los de ellos y quien completa la actuación de sus compañeros de reparto.
“Lucy in the Sky” es una película que se ve lastrada por una grandes ambiciones que no terminan de materializarse en el resultado final, pero, al menos, parte de un objetivo ambicioso y no se acobarda ante la idea de perder al espectador por lo extravagante y, también podemos decirlo, lo pretencioso de su propuesta. El resultado final es competente y atractivo, con aspectos sobresalientes como la interpretación de Natalie Portman, y eso queda por encima de su principal hándicap, que es la falta de interés de la historia en sí.              

jueves, 21 de mayo de 2020

“HOLLYWOOD”. JUSTICIA POÉTICA

---Ojo, posibles spoilers--

En los últimos 20 años, Ryan Murphy no sólo se ha colocado como uno de los showrunners imprescindibles de la nueva televisión estadounidense, sino también en uno de los principales defensores de la visibilización e intergración de la diversidad en materia de raza, género e identidad sexual en Estados Unidos. En sus producciones uno de los temas recurrentes o la base sobre la que construye las características de sus personajes es precisamente dar poder a aquellos sectores generalmente minusrepresentados o estereotipados en el cine y la televisión. Con su última creación, “Hollywood”, vista recientemente en Netflix, va incluso un paso más allá, no sólo dando el protagonismo a los parias de la sociedad, sino también, en un giro tarantiniano, se atreve a reescribir la historia para hacer justicia con aquellos sectores tradicionalmente silenciados en la Meca del Cine.

El Hollywood de 1948 representa el epítome de su época dorada. Las estrellas del cine eran tratados como auténticos dioses sobre La Tierra y los propios estudios se encargaban de que su esplendor llegara al público no sólo desde la pantalla grande, sino también a través de la prensa, la radio o de ese pequeño invento que ya se introducía en los hogares, la televisión. La imagen pública de los actores estaba totalmente prefabricada, construida a medida y mediatizada para dar esta imagen de glamour y, sobre todo, esconder los aspectos más incómodos de cara a la moral imperante. El adulterio, la homosexualidad, el alcoholismo, la drogadicción e incluso el asesinato eran borrados del guion y barridos bajo la alfombra. Los nombres se cambiaban no sólo para resultar más llamativos, sino para esconder orígenes foráneos o judíos. Los defectos físicos se corregían con tupés, alzas, fajas, dentistas, dietistas, etc. Evidentemente, aquellos que no podían disfrazar sus infracciones quedaban fuera de la ecuación, especialmente los actores de otras razas cuyos físicos les delataban. Esa utopía social que suponía Hollywood tenía un horrible reverso. Aquello que no se podía expresar públicamente, se hacía en la oscuridad y lo que el puritanismo rechazaba, dentro de los armarios llegaba a adquirir un comportamiento verdaderamente perverso. En 1959 Kenneth Anger publicó “Hollywood Babilonia”, donde destapaba algunos de los secretos sucios, de la crónica negra del Hollywood dorado. Con el paso del tiempo se ha ido destapando gran parte de la corrupción de la Meca del Cine. Scotty Bowers ha sido uno de los últimos en aportar un retrato de ese mundo secreto con la publicación en 2012 de su libro “Servicio Completo. La Secreta Vida Sexual de las Estrellas de Hollywood”, donde desvelaba una red de prostitución principalmente masculina que él lideró desde una gasolinera y que cubrió las necesidades privadas de muchas estrellas de ambos sexos de los años 40, 50 y 60. A esto se suma los imperativos a muchos aspirantes a actores y actrices que tenían que aceptar las exigencias sexuales de productores, directores y agentes para poder tener una oportunidad en los grandes estudios. Muchos pasarían a ser estrellas (Clark Gable, Marilyn Monroe, Joan Crawford) cuya fama ha estado acompañada por la leyenda negra de la prostitución, el sometimiento sexual o incluso el tener que rodar películas pornográficas privadas para satisfacer a muchos depredadores sexuales de la época. Éste es el contexto en el que tiene lugar “Hollywood”, un retrato que, desgraciadamente, sigue vigente, como hemos podido ver en casos recientes. Estos son, sin duda, unos ingredientes absolutamente sórdidos y que daban pie para una serie realmente ácida, morbosa y oscura. Sin embargo, aunque no niega nada de esto, Murphy prefiere crear una realidad alternativa donde, como en las películas de la época, los buenos salen triunfales y la cruda realidad queda, una vez más, barrida bajo la alfombra, pero en esta ocasión para enaltecer a los discriminados.

En la serie, Murphy combina ficción y realidad. Hay una serie de personajes, situaciones, referencias que parten de la historia real del Hollywood de la época. El suicidio de Peg Entwistle, el 16 de septiembre de 1932, saltando desde la H del cartel de Hollywoodland en el que se basa la película que está rodando Raymond Ainsley (Darren Criss) es un hecho real. Personajes como Rock Hudson (Jack Picking), Henry Wilson (Jim Parsons), Anna May Wong (Michelle Krusiec) o Hattie McDaniel (Queen Latifah), evidentemente existieron. Otros como Ernie West (Dylan McDermott) son ficticios, pero se inspiran en figuras reales, en este caso, el ya mencionado Scotty Bowers. En este sentido, el componente cinéfilo de la serie es, obviamente, alto. El deambular de grandes nombres del cine clásico por la pantalla (generalmente con un retrato poco favorecedor) es también uno de los alicientes de la serie y ayuda a contextualizar la historia, además de aportar algo de la intrahistoria de Hollywood. Sin embargo, los principales personajes protagonistas el actor Jack Castello (David Corenswet), el director Raymond Ainsley, las actrices Camille Washington (Laura Harrier) y Claire Wood (Samara Weaving) o el guionista Archie Coleman (Jeremy Pope) son enteramente ficticios, aunque en sus tramas particulares podamos encontrar referencias a un amalgama de casos reales. La influencia de los elementos de ficción sobre la base histórica es lo que utiliza Murphy para hacer un viraje en los acontecimientos reales y reconducirlos por caminos de redención y reconocimiento a toda una legión de artistas con aspiraciones que nunca llegaron a nada, con sus sueños aplastados por las aspas de la industria. La teoría de la serie es sencilla. ¿Qué sucedería si un conjunto de artistas hubiese encontrado un el Hollywood de finales de los 40 el apoyo necesario para rodar aquella película que ningún estudio hubiese producido? Es más, ¿qué hubiese sucedido en Hollywood si una cinta creada por aquellos talentos repudiados hubiese sido un éxito de taquilla y hubiese liderado un cambio social en los Estados Unidos desde Hollywood hacia el resto del país?

El reparto de la serie es bastante heterogéneo. Tenemos por supuesto algunos de los rostros habituales de las producciones de Ryan Murphy, como Darren Criss (“Glee”, “American Crime Story. Versace”), pero, sobre todo, podemos establecer una división entre los jóvenes actores protagonistas y el elenco de secundarios veteranos. Los primeros cumplen su función con corrección y elegancia, pero no van más allá de ahí, en parte debido a tener que encarnar personajes cuyo discurso está por encima de su construcción dramática. En nuestra opinión, Pope, Harrington y Criss conectan muy bien con sus personajes, mientras que Corenswet resulta un tanto limitado y Jack Picking nos parece un rotundo error de casting para Rock Hudson (sumándose que, en su intento de redimir al actor clásico, han creado un personaje que parece más bien una parodia indecorosa del verdadero Hudson). En cualquier caso, el carisma, los registros, el glamour, la verdadera empatía la transmiten los veteranos McDermott, Holland Taylor, Patti LuPone y un inesperado y sorprendente Joe Mantello como el productor Dick Samuels.

Hay dos elementos que nos llaman la atención. El primero es la falta de revanchismo por parte de Murphy. Es cierto que el trasfondo racista y homófobo del país es evidente desde el principio y que la visión que da de algunos artistas como George Cukor o Vivien Leigh no es la más favorecedora a su legado artístico. La serie no oculta cómo la homosexualidad camuflada de las personas de poder en la industria se alimentó del abuso de los jóvenes aspirantes a estrellas (abusos sexuales que también provenían de los magnates heterosexuales hacia las jóvenes actrices, todo sea dicho, pero en la serie se denuncia más el caso homosexual). El personaje de Henry Wilson es realmente atroz, especialmente en los primeros episodios, y la forma en que experimentamos los abusos y la falsa identidad que tuvo que asumir Rock Hudson en la vida real es verdaderamente dolorosa. Sin embargo, pese a esto, la serie, a medida que avanza, va convirtiendo a adversarios en aliados. No existe una personificación de la vileza de aquel Hollywood, sino que todo forma parte de un contexto social general y abstracto, de una sociedad con prejuicios en la que existe el Ku klux Klan, pero sin llegar nunca a concretarse en alguna figura específica. A Murphy no le interesa que ese racismo y esa homofobia quede encarnada en un villano a abatir, sino que quede patente que esas lacras vienen producidas por un contexto social y que con la educación adecuada, con la visibilización y la reivindicación correcta, esa sociedad puede abrir los ojos y superar los miedos y los prejuicios. El segundo componente es su tono. La serie erradica conscientemente todo cinismo y prefiere asentarse en un tono naíf y edulcorado, artificioso, como el de las películas de la época. Aunque el discurso sobre la diversidad en la sociedad sea actual, aunque se traten temas y se muestren escenas de contenido sexual en aquel momento tabú por la censura del Código Hays, los personajes hablan y se comportan como en una película del Hollywood clásico, los decorados, el vestuario, los peinados corresponden a esa estética estilizada, impoluta del cine de los años 40 y 50. En ese sentido, hay un componente metalingüístico, no sólo en lo que se refiere a que somos testigos de cómo funcionaban los estudios y se rodaban las películas en ese periodo, sino también porque la propia serie canibaliza la esencia de aquella forma embellecedora de retratar la realidad. Estos dos aspectos definitorios de la serie pueden suponer, sin embargo, su principal traba. En primer lugar porque el mundo de hoy y los espectadores actuales ya no tienen aquella inocencia, sino que la sociedad se ha vuelto cínica y recelosa, por lo que los acontecimientos de la serie y la forma en que evolucionan y se solventan los conflictos pueden resultar inverosímiles y pueriles para un público actual. Desgraciadamente, el conocimiento que tenemos hoy en día de la historia de Hollywood, la colección de personas que fueron rechazadas sin piedad por el color de su piel, por su orientación sexual, por su clase social; la crónica negra real de esa época, con violaciones, suicidios, asesinatos que quedaron silenciados, todo esto hace que el mensaje luminoso y optimista de Ryan Murphy pierda solidez. Dicho de manera sencilla, todo es demasiado bonito para ser cierto.

En cualquier caso, vale la pena adentrarse en esta realidad alternativa y dejarnos llevar por una forma de ver el mundo que dejó de existir hace 60 años. El Hollywood dorado prometía evasión, liberarnos de nuestros problemas, al menos mientras nos hipnotizara la pantalla. Nos elevaba de la cruda realidad y nos hacía creer (o nos dejábamos engañar) de que un mundo mejor era posible y estaba a nuestro alcance. Ese es el espíritu que quiere recuperar “Hollywood”, y con sus defectos y sus virtudes, hay que decir que pocas producciones hoy en día se atreven a eso.  

martes, 19 de mayo de 2020

“EL MISTERIO DEL DRAGÓN”. CINE TRONADO.

Viy (2014) - IMDbJourney to China: The Mystery of Iron Mask (2019) - Filmaffinity

Después de dirigir dos thrillers ambientados en el mundo de la droga, el director ruso especializado en videoclips Oleg Stepchenko tuvo la oportunidad de rodar su primera gran producción en 2013, con “Viy”, también conocida como “Forbidden Kingdom” o "Forbidden Empire" y que en España recibió el título de “Transilvania. El Imperio Prohibido”. Tomando como punto de partida un relato de Nikolái Gógol, “El Viyi”, la cinta se presentaba como un pastiche entre humor, terror y aventuras, ambientado en la Rusia cosaca del siglo XVIII, con una historia que combinaba ciencia y superstición. La película seguía las aventuras del cartógrafo británico Jonathan Green (Jason Flemyng), quien, en un intento de demostrar su valía y ganarse el respeto del padre de la mujer de la que está enamorado, recorre Europa para realizar un mapa detallado del continente. Accidentalmente llega a un pequeño pueblo ruso marcado por la presencia de una bruja, El Viyi. Aparte de la presencia de Flemyng, la cinta contó con la participación, pequeña y poco afortunada, de Charles Dance como atractivo para el mercado internacional, aunque el grueso de su reparto estaba formado por actores rusos. Con un llamativo diseño de producción, un tono desprejuiciado que, al menos, nos permite tomarnos a guasa sus secuencias más delirantes y un abuso de los efectos digitales, no sólo a nivel de creación de criaturas fantásticas, sino sobre todo a la hora de ofrecer planos y movimientos de cámara recargados e imposibles, la cinta consigue sus mejores momentos en las escasas partes en las que mantiene cierta fidelidad con el texto de Gógol. Todo lo que concierne al supuesto protagonista y su viaje por Rusia carece de entidad y degrada las posibilidades del relato, aunque también es cierto que tampoco es que las partes más afortunadas de la película sean especialmente loables. 
Acompañada por problemas de producción que se tradujeron a su vez en una pobre distribución internacional, a Stepchenko al menos la experiencia le sirvió como carta de presentación para poder levantar una segunda parte. Desde un principio, la idea era hacer una trilogía, sin embargo, los vericuetos de la coproducción hicieron que la secuela se apartara notablemente de la primera entrega. Si “Transilvania. El Imperio Prohibido” contaba con producción de Rusia, Ucrania y la República Checa, “El Misterio del Dragón” se ha producido entre Rusia, China y Estados Unidos. En esta ocasión, las aventuras de nuestro cartógrafo Jonathan Green le llevan hasta China, donde se encontrará con la leyenda del Rey de los Dragones, protector del pueblo chino, pero abducido por una bruja que lo utiliza para sus propios intereses. A esto se une una trama paralela con Pedro I de Rusia reconvertido en un pirata al rescate del cartógrafo junto con la mujer de éste y un grupo de cosacos. Lo cierto es que esta película nunca hubiese visto la luz sin el dinero chino y la entrada de Jackie Chan en la producción. Es por esto que más que una secuela de “Transilvania, El Imperio Prohibido” se convierte en una cinta de artes marciales y mitología equiparable a muchas que nos llegan desde China. La parte dedicada a Jonathan Green es aquí prácticamente testimonial y la película sólo levanta cabeza cuando la segunda unidad puramente china toma el control. Se aprecia un contraste rotundo entre las partes rodadas por Stepchenko, que mantienen ese componente excesivo e infantil de la primera parte, y las rodadas por el Jackie Chan Stunt Team, con dirección de acción de He Jun. Mientras que lo primero es abigarrado y atropellado, lo segundo gana en esteticismo y plasticidad. 
Como en la anterior, aquí tenemos reparto internacional que actúa como reclamo para el público. Aparte del regreso de Flemyng, una nueva aparición testimonial de Charles Dance o la vista y no vista aparición de Rutger Hauer (afortunadamente, hay otros títulos del actor que se estrenarán de manera póstuma, por lo que no quedará esto como su última aparición en pantalla), lo verdaderamente llamativo es el reencuentro en pantalla de Jackie Chan con Arnold Schwarzenegger tras “La Vuelta al Mundo en 80 Días” en 2004. Ninguno de los dos astros aporta nada significativo a la trama, su enfrentamiento está resuelto a base de dobles y el espectador, si acaso, podrá sacar algún chascarrillo medio decente del cara a cara de los dos titanes del cine de acción; sin embargo, no se puede negar que son el único gancho para conseguir atraer público a este desvarío. Sin el apoyo, aunque fuera demasiado libre, del texto de Gógol, aquí el argumento no tiene pies ni cabeza. La película avanza como si no hubiese nadie al volante y si en algún momento puede resultar divertida es por el auténtico dislate que supone un guion repleto de sinsentidos y absurdos (como por ejemplo que británicos, rusos y chinos hablen todos el mismo idioma).  
Ante una tronada así, no queda más remedio que dejarse llevar por la corriente e intentar quedarse con los aspectos más positivos, que básicamente son las secuencias de acción en el poblado chino. El resto, en esencia, es un insulto a la inteligencia del espectador.    

lunes, 11 de mayo de 2020

“CÓDIGO 8”. ¿QUIÉN VIGILA A LOS VIGILANTES?

Code 8 (2019) - IMDb
A finales de los años 70, el sector del cómic de superhéroes estadounidense inicia un periodo de revisión y relectura de su ideario y de sus personajes más emblemáticos. Guionistas como John Byrne, Chris Claremont, Alan Moore, Frank Miller, Grant Morrison, entre otros, ayudan a conformar lo que se ha dado a llamar la Edad Moderna de los Cómics, que alcanzaría a mediados de los 80 su etapa más oscura. En estos años se produce un proceso de maduración de las tramas, al mismo tiempo que las historias se impregnan de un tono desencantado, violento y decadente. La figura del superhéroe empieza a ser cuestionada, así como la sociedad que los crea. Personajes coloridos y alegres décadas anteriores pasan a adoptar actitudes antiheroicas y hasta fascistoides, más cercanas a Harry el Sucio o al Paul Kersey de “El Justiciero de la Ciudad”. La etapa de Miller en “Daredevil” o su “El Regreso del Señor de la Noche”, Alan Moore con “Watchmen” o “La Broma Asesina” o Morrison con “Arkham Asylum”, por mencionar algunas obras, muestran la cara marcada de la moneda. Lo que era una rebelión contra un modelo establecido se convierte en el nuevo patrón imperante, hasta el punto de que las editoriales se vieron obligadas a separar las publicaciones juveniles e infantiles de esta nueva línea más provocadora y de contenidos adultos. 
A día de hoy, con la proliferación de las adaptaciones de superhéroes al cine y la televisión, nos encontramos con un itinerario inverso. De películas que surgen de esa visión oscura y pesimista hemos ido evolucionando hacia películas más coloristas, con más humor y dirigidos a un público familiar, donde las propuestas adultas como “Logan” o “Joker” son la excepción. Las plataformas streaming se han ido posicionando también en ambos bandos. Frente al Arrowverso de CW (“Arrow”, “The Flash”, “Supergirl”, “Leyends of Tomorrow”) con su tono más juvenil, tenemos otras propuestas como “Daredevil” (claramente Milleriana), “Doom Patrol” o “The Umbrella Academy”. En algunos casos, nos encontramos casos híbridos, como este “Código 8”. 
Basado en su cortometraje homónimo, los debutantes Jeff Chan y Chris Pare han tenido gracias a Netflix la posibilidad de reconvertir su carta de presentación en un primer largometraje, donde podemos encontrar ese tono distópico de los cómics de mediados de los 80 y parte de los 90. La cinta nos presenta una sociedad futura, donde las personas que nacen con habilidades especiales son discriminadas y obligadas a no emplear sus poderes, convirtiéndolas en el nuevo escalafón más bajo de la estructura social. Teniendo que elegir entre la pobreza o la criminalidad, muchos de los posibles superhéroes en algún universo alternativo acaban aquí convertidos en marginados, con nulas posibilidades de subir en el escalafón social. Chan y Pare aprovechan esta historia para aportar pinceladas de crítica social a los Estados Unidos de la era Trump y la forma en que a nivel social y sanitario se le ha dado la espalda a la población más desfavorecida del país. En este contexto, los autores de la cinta desarrollan un thriller de acción y ciencia ficción, donde el control de la población a través de drones y unas fuerzas del orden de perfil fascista resulta cercano a la Nueva Detroit de “Robocop” o el Megacity Uno de “Juez Dredd” y donde los bajos fondos se dedican a traficar con una droga, “psyke”, diseñada para personas con habilidades especiales. 
Hasta aquí todo bien, el punto de partida es prometedor y el diseño de producción y los efectos especiales de la cinta, aunque modestos, cumplen su función y resultan atractivos. Desgraciadamente, la falta de experiencia tras la cámara de Chan se hace notar, con una puesta en escena bastante anodina y funcional. Pese al argumento del que parte y la introducción de algún apunte de violencia más explícita, el tono de la cinta resulta más amable y superficial de lo que nos hubiese gustado encontrar y el hecho de que sus dos protagonistas principales, Robbie Amell y Stephen Amell (primos en la vida real), provengan del “Arrowverso” de CW no ayuda a liberar al conjunto de esa referencia más simplista y juvenil. 
Como producto de consumo rápido que tan a menudo está ofreciendo Netflix, llamado a captar audiencias mientras el algoritmo le dé posición en la pantalla de inicio de la plataforma, y dirigido a un público juvenil o comiquero sin prejuicios, “Código 8” es un producto aceptable y entretenido, sin mayor ambición que explotar de manera trivial una historia con posibilidades, apoyándose en los ecos a un estilo de novelas gráficas y cine de fantasía a los que toma como punto de inspiración, pero con los que finalmente no termina de comulgar.              

martes, 5 de mayo de 2020

“TYLER RAKE”. ACCIÓN EN PRIMERA PERSONA

Crítica de Tyler Rake (Extraction)': el niño y la Bestia| Noche de ...

Al mismo tiempo que estrenaban en salas “Capitán América. El Soldado de Invierno”, los hermanos Russo publicaban una novela gráfica co-guionizada con Ande Parks e ilustrada por Fernando León González. Lo cierto es la edición en papel pasó un t anto desapercibida, pero ahora Netflix nos presenta la adaptación cinematográfica, producida también por los Russo y guionizada por uno de ellos, Joe Russo. Convertida en el nuevo plato estrella de la plataforma streaming, la cinta cuenta también con Chris Hemsworth en el papel principal, repitiendo por lo tanto con los Russo, tras las dos últimas entregas de “Los Vengadores”. 

Para la dirección se ha contado con Sam Hargrave, de escasa trayectoria tras la cámara, pero extensa labor en los apartados de escenas de riesgos, tanto como doble de acción como coordinador de este tipo de escenas. En este sentido, su elección es perfectamente coherente con el producto que nos presenta Netflix, ya que se trata de un thriller de acción continua y frenética, con escaso espacio para el desarrollo dramático o cualquier otro componente narrativo que no sea tiros, explosiones y combate mano a mano. En este sentido podemos decir que la labor de Hargrave es eficaz y contudente. Las secuencias de acción están rodadas con nervio, situando al espectador en medio del combate y consiguiendo que sienta en las tripas el fervor de la batalla. El realizador apuesta por una acción física, tangible, de sudor y donde se masca la tierra. Hay, por supuesto, profusión de efectos digitales, pero estos pretenden en todo momento pasar lo más desapercibidos posible, incrementando la sensación de realismo de la acción. Ejemplo de esto es el comentado plano secuencia, trucado para empalmar los cortes de tal manera que simulen continuidad y corrigiendo de manera digital aquellos elementos imposibles de llevar a cabo físicamente durante el rodaje. 
Más endeble se vuelve la película cuando intenta dar un trasfondo emocional a los personajes. El tema de la paternidad fallida, los efectos de la violencia en la vida familiar de los personajes masculinos, a penas sirve para que el espectador pueda empatizar con los personajes y sienta un mínimo de interés por su bienestar. Si la novela gráfica original estaba ambientada en Latinoamérica y el objeto de la extracción era Eva, la hija de un narcotraficante en Ciudad del Este, Paraguay, secuestrada por el principal competidor de su padre, aquí se ha cambiado la localización por la caótica y masificada ciudad de Dhaka, en Bangladés, mientras que el secuestrado pasa a ser un chico de 14 años llamado Ovi (Rudhraksh Jaiswal). Si en las viñetas, se creaba una relación sentimental entre secuestrada y rescatador, aquí el nexo va a ser paterno-filial (evitando, de paso, ese componente sexual entre el mercenario y una menor de edad), arrastrando el protagonista un trauma por la pérdida de su hijo, mientras que el chico se siente abandonado por un padre que nunca le ha valorado ni mostrado cariño. A esto se suma la presencia de Saju (Randeep Hooda), tío del niño y cuya familia se ve amenazada por su propio hermano si su sobrino no regresa sano y salvo a casa. Existe otro vínculo creado en la cinta entre el villano, Amir Asif (Priyanshu Painyuli), y un joven y ambicioso chico de la calle, Farhad (Suraj Rikame), que se gana el respeto del traficante por su valentía y arrogancia. Desgraciadamente, frente al despliegue de las escenas de acción, todo este trasfondo argumental quedan más en el plano anecdótico, meras pinceladas sin desarrollar, que como un auténtico componente dramático, motor de la  trama.
Al final, la película engancha y entretiene por su ritmo y el rugir de su acción. Quien busque algo más que una réplica de algún shoot’em’up moderno para consolas, está errando el tiro.