jueves, 29 de septiembre de 2011

TERRENCE MALICK O EL CINE DE LA TRASCENDENCIA

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INTRODUCCIÓN

Desde el principio de su carrera como director, Terrence Malick se ha ganado a pulso la etiqueta de cineasta de culto, capaz de generar en el espectador sensaciones muy diferentes y, en ocasiones, también encontradas. Amante de las imágenes que trascienden la mera ilustración, interesando en un tipo de cine más alegórico y de corte poético que puramente narrativo, sus películas suelen abandonar o dejar en suspenso elementos de la trama, sin que ello suponga un inconveniente para el cineasta. Su filmografía se construye sobre las teorías panteístas, según las cuales toda la existencia, el mundo, el universo compone un orden superior que podemos definir como Dios. Es, por lo tanto, a partir de la observación y el estudio de lo que nos rodea que podremos acceder a un conocimiento de lo divino. Malick no busca contarnos la historia particular de un grupo de personajes, sino que ambiciona trascender lo físico y que su mirada nos lleve hasta Dios. Con este fin, Malick, desde su debut en 1973 con “Malas Tierras”, se ha regodeado en la combinación de la imagen y la voz en off como principales herramientas de expresión, dejando, por otro lado, que sus protagonistas deambulen por la pantalla sin demasiado diálogo, permitiéndoles integrarse en un entorno que acaba fascinando al director más que sus propias vidas y experiencias.

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En la puesta en escena del cineasta, ha destacado siempre un exquisito cuidado de la fotografía (a cargo de artistas de la luz tan excelsos como Néstor Almendros, John Toll, o Emmanuel Lubezki), además de un tratamiento del tiempo narrativo que se remonta a las teorías de cineastas rusos como Andrei Tarkovsky. Las dicotomías entre Naturaleza y Civilización, Amor y Violencia, lo Humano y lo Divino, el Pasado y el Presente son temas recurrentes en sus películas, las cuales llegan a establecer estrechos vínculos entre sí a través del discurso panteísta de su autor. Su último trabajo se presenta, de manera muy ambiciosa, como el culmen de todo ello, el punto de confluencia con el que Malick ha querido consolidar de manera definitiva esos vasos comunicantes que ha ido desarrollando a lo largo de sus casi cuarenta años de escueta, pero intensa, filmografía. De hecho, de manera muy general, podemos decir que todo el cine de Malick podría integrarse en una única opera magna que se desarrolla entre el prólogo y el epílogo de “El Árbol de la Vida”.

LAS RAÍCES DEL ÁRBOL

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En la filmografía de Terrence Malick podemos establecer dos etapas diferentes, permeables entre sí, pero separadas por un lapso de tiempo de 20 años. La primera ocupa entre 1973 y 1978, o lo que es lo mismo, la realización de sus dos primeros trabajos, “Malas Tierras” y “Días de Cielo”. Aquí encontramos ya a un cineasta plenamente formado y que encamina su discurso hacia unas directrices formales y filosóficas determinadas, pero que aún está sujeto a unas convenciones narrativas reconocibles y accesibles para el espectador. Es tras el impasse que ocupa entre 1978 y 1998, que nos reencontramos con un cineasta que se ha desvestido de estas galanuras y ha ido a la esencia de lo que realmente quiere trasmitir al espectador. “La Delgada Línea Roja” se convierte así en la piedra de toque de todo su cine posterior, una película que supone una reflexión sobre el ser humano y su posición en el universo.

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La cercanía del cineasta con el mundo rural le proviene de su infancia en Ottawa, Illinois. Malick se crió en una granja y pasó parte de su juventud trabajando como jornalero. De este entorno pasó a estudiar Filosofía en Harvard, con especial predilección por las teorías de Martin Heidegger, dejando inacabada una tesis sobre este autor. Antes de dedicarse al cine, Malick fue profesor y también ejerció como periodista. De sus primeros trabajos para el cine no podemos extraer muchos elementos que sirvieran de preámbulo a su carrera posterior. Entre 1969 y 1973 trabajó como guionista de los grandes estudios, firmando libretos de películas comerciales como “Los Indeseables”, un western moderno protagonizado por Paul Newman y Lee Marvin.

MALAS TIERRAS

Contando un presupuesto irrisorio de aproximadamente 450.000 dólares, Terrence Malick rodó en 1972 su primer largometraje, “Malas Tierras”, esbozando ya algunas de las constates de su cine posterior. El guión se inspiraba en la historia real de Charles Starkweather y Caril-Ann Fugate, una pareja de asesinos de finales de los años 50, y evidenciaba la preferencia del cineasta por ambientar sus historias en el pasado, con un cierto tono de nostalgia y amargura por un tiempo pasado en el que la sociedad todavía era inocente y la Naturaleza seguía dominado el paisaje de muchas zonas de Estados Unidos. Pese al carácter violento y moralmente reprobable de sus protagonistas, Malick evitó depositar sobre ellos ningún tipo de juicio moral, prefiriendo centrarse en su condición de excluidos de la sociedad. El protagonista, Kit Carruthers, nace como un cruce entre James Dean y Clyde Barrow, sin embargo, su novia Holly, está muy lejos de ser Bonnie Parker. Se trata más bien de una joven de mirada inocente que aún no tiene madurez para distinguir el bien del mal. Su voz se convierte en el hilo narrativo de la historia y por lo tanto determina esa mirada desprejuiciada con la que se presentan los acontecimientos al espectador. Ambos se refugian en el bosque, como modernos Robin Hoods, por un lado huyendo de las fuerzas de la ley, pero por otro como gesto de rebeldía contra esa civilización que no tiene espacio para gente como ellos. Allí establecen su propia sociedad, integrada dentro de la foresta, construyendo su casa en un árbol y aprovechando lo que le proporciona la naturaleza para protegerse de los invasores exteriores. Durante el rodaje de la película, Malick se dejó encandilar por determinados paisajes o escenarios y, tras rodar lo que indicaba el guión y el plan de rodaje, le pedía al director de fotografía y a los actores que improvisaran, obteniendo planos y escenas que posteriormente se incorporaron al montaje final, enriqueciendo el carácter contemplativo de la película. “Malas Tierras” lanzó la figura de Terrence Malick al estrellato, convirtiéndose en una película de culto instantánea y consiguiendo vender los derechos de explotación a la Warner Bros por tres veces su presupuesto.

DÍAS DE CIELO

En una época en la que Hollywood buscaba nuevos creadores que aportaran una mirada diferente a la industria, Malick pasó a convertirse en uno de las esperanzas del Séptimo Arte. En 1975 empezó a mover la preproducción de su siguiente trabajo, “Días de Cielo”, para el que contó con un presupuesto mucho más holgado que el de su opera prima, 3 millones de dólares. En un principio se quiso contar con actores de prestigio, como Al Pacino o Dustin Hoffmann, para el personaje principal, pero finalmente éste fue a parar a manos de un joven Richard Gere, quien obtuvo así el primer gran papel de su carrera. En esta ocasión la trama estaba ambientada en la América de principios del Siglo XX, en una época aún más inocente que los años 50 de “Malas Tierras”, situada durante la Primera Guerra Mundial y previa al Crack del 29. Con una trama de triángulo amoroso de por medio, Malick volvió a presentar un alegato a favor de la naturaleza como orden armónico frente a la civilización incipiente de aquella época. La voz narrativa viene representada por la hermana pequeña del protagonista, de nuevo un personaje cándido e inocente, que ve la realidad libre de prejuicios. Malick siguió dando muestras de sus características como cineasta, como su meticulosidad obsesiva, especialmente en todo lo referente a la ambientación de la película (se utilizaron telas y materiales propios de la época para la elaboración del vestuario y los decorados, y se priorizó el uso de la luz natural) y en la labor de postproducción de la película (el proceso de creación de la cinta se alargó durante dos años, ignorando por completo los plazos de entrega exigidos por el estudio y superando con creces el presupuesto inicial). El resultado fue una cinta de una belleza plástica impecable, con extraordinarios planos en los que los personajes se sumergen en la profundidad de los campos de trigo para enfatizar esa sintonía con la naturaleza. En este sentido, “Días de Cielo” supone la obra cumbre de este Malick primigenio, y para algunos más críticos con su desarrollo posterior, se mantiene como la mejor película de su filmografía.

LA DELGADA LINEA ROJA

Pese a esto, a la excelente recepción de la película, el director no encontró más que obstáculos para sacar adelante sus siguientes proyectos. Durante 20 años estuvo desarrollando guiones que posteriormente no obtenían financiación, alternando este tiempo con la docencia para poder ganarse la vida. Finalmente, en 1997, consiguió luz verde para filmar su adaptación de la novela de James Jones “La Delgada Línea Roja”, que ya contaba con una versión de 1964 dirigida por Andrew Marton, titulada en nuestro país “El Ataque Duró Siete Días”. Si bien el cineasta no había conseguido convencer previamente a ningún productor para que invirtiera en sus proyectos, el prestigio de Malick había crecido durante estos 20 años, de ahí que todo actor que se preciara de serlo en Hollywood anhelaba un papel en su tercera película. Frente a nombres ya asentados como Nick Nolte, Sean Penn, John Travolta, George Clooney o Woody Harrelson, la cinta incorporó rostros menos conocidos en aquel momento, como Jim Caviezel, Ben Chaplin o Adrien Brody. Con un presupuesto de 52 millones de dólares, Malick rodó muchísimas horas de material del que extrajo un montaje inicial de seis horas. Posteriormente éste corte se redujo hasta las cuatro horas, quedando por último la versión comercial ajustada a unos 170 minutos. Todas estas variaciones en la duración supusieron cambios radicales sobre el guión original, hasta el punto de que el personaje protagonista inicial, el Cabo Fife,prácticamente desapareció de la versión final, para horror y desilusión de su intérprete, Adrien Brody. En todo este proceso de eliminación, el director fue prescindiendo también de líneas argumentales, hasta el punto de que la cinta se desprendió de sus hilos narrativos para convertirse en una amalgama de personajes y experiencias con las que ilustrar la tesis de su director, el carácter destructivo y antinatural de la Guerra. Si ya de por sí en la tesis filosófica de Terrence Malick, todo aquello creado por el hombre es contra natura y, por lo tanto, desestabilizador de la armonía establecida por el universo, un acto de barbarie como es un conflicto bélico es lo más alejado que puede estar el ser humano de Dios. A través de la cámara de Malick podemos sentir el dolor de la tierra al ser el escenario de esta matanza. Como contraste para afirmar los parámetros de su visión panteísta de la existencia, el director nos presenta dos miradas de fuga, la del Soldado Witt (una vez más, el desclasado, el rebele, el inadaptado de la historia), que se siente más identificado con esa idílica armonía de las tribus indígenas que con las consignas del ejército o los recuerdos del Soldado Bell, quien combate la locura que le rodea evocando imágenes de la relación con su mujer antes de partir.

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El estreno de “La Delgada Línea Roja” causó conmoción en el mundo del cine. Para algunos se convirtió de manera inmediata en el mejor alegato antibélico de la historia del cine, con una puesta en escena revolucionaria y un gran hallazgo para la plástica cinematográfica; mientras que otros salieron de la sala abominando de lo pretencioso de la propuesta y la carencia de un hilo argumental que encauzara ese cruce de personajes y situaciones. En cualquier caso, guste o no guste, “La Delgada Línea Roja” ha pasado a convertirse por derecho propio en uno de los títulos clave del cine reciente, volviendo a colocar la carrera de Terrence Malick en el mapa después de 20 años de ausencia. Afianzado en este triunfo, el director se encontró con carta blanca para poder sacar adelante su siguiente trabajo. Aun así, éste tardó seis años en tomar forma y para ello Malick recuperó un guión escrito en los años 70, inspirado en la figura de Pocahontas y en el choque cultural que supuso en el siglo XVII la llegada de los colonos a tierras indígenas.

EL NUEVO MUNDO

“El Nuevo Mundo” no es abiertamente un biopic de la princesa india o de su amante el capitán John Smith, de hecho en ningún momento se menciona el nombre de ella en toda la película, y la localización temporal y la edad del personaje varían ligeramente con respecto al referente histórico. Aquí el sistema de elaboración de la película fue muy similar al de “La Delgada Línea Roja”. Malick recogió muchísimo metraje durante las 14 semanas y media de rodaje, que posteriormente dieron lugar a un montaje comercial de 135 minutos. El reparto contaba como principal gancho con el protagonismo de Colin Farrell, además de la participación de actores como Christopher Plummer, Christian Bale o Wes Studi, sin embargo, la gran sorpresa la dio la joven actriz Q’orianka Kilcher, quien a con 14 años ofreció una extraordinaria interpretación. Una vez más la mirada inocente de una niña se convierte en el punto de vista empleado por Malick para contar una historia de marcada violencia. La fascinación que genera la aparición de John Smith en la protagonista sirve de hilo conductor de dos tercios de la película, mientras que al mismo tiempo somos testigos de la desintegración de los civilizados colonos, incapaces de adaptarse al entorno natural que les rodea. La ambición por el oro y el temor a los nativos les va consumiendo, sin que ellos tengan capacidad para reaccionar al respecto. El último tramo de la cinta nos presenta el reverso de esta situación, con la protagonista en una posición aburguesada en la sociedad europea, viviendo en una enorme mansión, con un cuidado jardín y un seto que la separa de la verdadera naturaleza en la que se crió. Estéticamente, “El Nuevo Mundo” es una obra coherente con el universo presentado por Terrence Malick en sus películas. El tratamiento de la luz natural, los planos pausados y contemplativos que se recrean en los pequeños detalles, la conjunción de la música con las imágenes, proporcionan momentos de una gran belleza sensorial; sin embargo, a nivel narrativo, ésta es la cinta más perjudicada por los tijeretazos de la postproducción. Al contrario que en “La Delgada Línea Roja”, aquí el desarrollo de la película requería un mayor apoyo argumental, que en el montaje comercial queda lastrado por continuas elipsis y agujeros narrativos. Posteriormente, Malick presentó una versión ampliada de esta película, a la que le sumó cerca de cuarenta minutos. Este montaje extendido aporta mucha más coherencia la conjunto, pero no logra solucionar todos los handicaps de la película, que sigue condenada a ser la cinta menos satisfactoria de su director.

“EL ÁRBOL DE LA VIDA”. GÉNESIS.

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Es cierto que, como cineasta, Terrence Malick ha generado su propia categoría, su propio rasero a la hora de evaluar sus trabajos. “La Delgada Línea Roja” o, especialmente, esta “El Árbol de la Vida” no pueden ser vistas o evaluadas de acuerdo a los parámetros generales que rigen el medio cinematográfico, de ahí en muchas ocasiones el rechazo que produce entre un sector del público que se acerca a ver sus películas. Por otro lado, tampoco es menos cierto que a pesar de esa idiosincrasia que le ha definido desde su primera película, el cineasta no puede ocultar sus referentes más inmediatos, que en este último ensayo cinematográfico se resume perfectamente en dos nombres irrenunciables del Séptimo Arte como son Stanley Kubrick o Andrei Tarkovsky.

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Concretamente del primero ha cogido el propósito existencialista, creacionista incluso, de “2001. Una Odisea en el Espacio”. Las tan comentadas secuencias de introducción y cierre de la cinta donde, de manera exquisita, pero también megalómana, el director nos presenta el Origen de la Vida nos retrotraen a la obra cumbre de Stanley Kubrick y su referencia al nacimiento del ser humano. En esto Malick se ayuda también de algunos de los aliados de su referente, como es el caso del especialista en efectos especiales Douglas Trumbull, quien, al igual que hiciera en 1968, aquí nos sobrecoge con espectaculares imágenes del universo y la gestación de nuestro planeta, pero también, a escala microscópica, la aparición de la vida a través de la evolución de organismos unicelulares. Todo esto acompañado por una selección musical donde se prioriza la elección de composiciones preexistentes de autores como Hector Berlioz o Gyorgy Lygeti, ya presentes en “2001. Una Odisea en el Espacio”, a la partitura creada expresamente para la película por el músico francés Alexandre Desplat. Esto tampoco es nuevo, pese a haber contado con algunos de los músicos más destacados del panorama cinematográfico (Ennio Morricone, Hans Zimmer, James Horner), en las películas de Malick siempre ha existido una preferencia por composiciones de música clásica (Carl Orff en “Malas Tierras”, cantos tradicionales melanesios en “La Delgada Línea Roja”, Wagner en “El Nuevo Mundo”) que se fusionan de manera orgánica con el montaje de imágenes del director. Por otro lado, de Tarkovsky encontramos un tratamiento contemplativo de la luz, del espacio y del tempo narrativo. El nivel de significación de cada plano de la película está cuidado de manera exhaustiva, hasta el punto de que en ocasiones prima lo particular sobre la construcción general de la cinta. Y, sin embargo, pese a esto, o precisamente por ello, la película, como el resto de la filmografía de Malick, se ha construido principalmente en la postproducción. Es en la mesa de montaje que el cineasta encuentra el ritmo y el verdadero sentido de su película. Al igual que sucediera en “La Delgada Línea Roja”, en “El Árbol de la Vida” tenemos que de los 144 minutos que dura la versión comercial, el cineasta ya ha anunciado un montaje del director de seis horas, lo que hace suponer lo extenso del metraje que ha tenido que sacrificar para llegar al corte que hemos visto en las salas de cine.

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“El Árbol de la Vida” es una cinta de fuerte mensaje panteísta, posiblemente en la que más ha remarcado esta filosofía su autor, y donde, una vez más, se debate el choque entre lo divino y lo humano. Como hemos visto, para Malick, lo divino es aquello que trasciende, que va más allá de su propia naturaleza para alcanzar una significación mayor; mientras que lo humano es lo que se detiene en lo particular y no es capaz de emerger de su propia existencia. Según el director, lo primero viene definido por el amor, mientras que lo segundo sucumbe al miedo, el odio, la frustración y la violencia. La historia de la nuestro planeta está plagada de ejemplos donde precisamente la violencia ha querido marcar la pauta de la evolución, como nos quiere mostrar el cineasta con el episodio de los dinosaurios, pero que por su propia naturaleza destructiva, acaba extinguiéndose a sí misma. Aquí volvemos a encontrar también esa constante distinción entre naturaleza y civilización propia del cine de Malick. La primera representa ese carácter divino, constante, eterno, integrador, mientras que lo segundo es un artificio, una construcción del hombre que, en su interés por imponer un orden de las cosas humano, no sólo acaba siendo violento y destructivo, también alienador y desplazador del tipo de personajes que pueblan las historias de Malick: rebeldes, parias, incomprendidos y desclasados.

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Esa dicotomía entre Amor y Violencia, queda perfectamente identificada en la película en los roles de Brad Pitt y Jessica Chastain (el matrimonio O’Brien). El primero es presentado como un padre autoritario, más interesado en imponer una disciplina a sus hijos y aleccionarles para que sean agresivos en la vida que en demostrarles su amor y ser sincero con ellos. La segunda, por su parte, les trasmite lo que es la belleza, la concordia y la comprensión. A simple vista, el de él parece ser un rol activo y arrogante, mientras que ella se mantiene pasiva y sumisa; sin embargo, el desarrollo de los personajes demostrarán lo contrario, especialmente cuando el padre acabe confesando su frustración por ser un Don Nadie en una sociedad que prometía y exigía a sus ciudadanos el éxito y la felicidad, aunque sólo fuera de puertas afuera.

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Fiel a su gusto por la voz en off, la cinta cuenta con tres voces narrativas, el Sr. y la Sra. O’Brien y su hijo mayor Jack, en su versión adulta interpretada por Sean Penn; sin embargo, la perspectiva desde la que se cuenta la historia es desde la visión de éste último en su preadolescencia, en esa etapa aún inocente, pero en la que ya empieza a cuestionar todo lo que le rodea, se rebela contra las figuras autoritarias y emerge la sexualidad (con síndrome de Edipo incluido). A través de la visión del niño, Malick evidencia también las diferencias sociales y raciales de la época, desmitificando uno de los supuestos períodos clave y de mayor ebullición de la sociedad y la cultura estadounidense, los años 50. No por nada, Jack (al igual que Malick en su juventud), pasará posteriormente a formar parte de esa juventud airada y desencantada de los años 60 y 70, que romperán con esa falsa armonía social y familiar que se propugnaba desde todos los estamentos.

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A priori, “El Árbol de la Vida” está construida por dos bloques bien diferenciados y aparentemente inconexos, sin embargo, es la combinación de ambos lo que da un sentido y una mayor trascendencia a la película. Sin el apoyo del prólogo y el epílogo, la historia que nos presenta Malick no es más que una nueva variante de “Muerte de un Viajante”, una historia de fracaso y frustración en el contexto de una sociedad triunfalista e hipócrita. Con los dos anexos que incorpora el cineasta, esta trama se contextualiza en un argumento mayor, universal, donde esa idea de violencia inherente al ser humano se convierte en una constante de la existencia, de la lucha por imponerse en y al orden natural, pero que también está condenada al fracaso, siendo el reencuentro final lo que revalida el discurso de Malick acerca del Amor como único y verdadero motor de la vida.

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Una vez más, la recepción de la película no ha dejado a nadie indiferente. Los seguidores del cineasta la han recibido como una obra maestra, un oasis en el desierto cinematográfico que nos presentan las carteleras actuales; por otro lado, sus detractores y parte del público que se acercaba por primera vez a una película de este autor han quedado entre indignados y desconcertados ante una película que demanda mucha complicidad por parte del espectador y le sitúa en un terreno cuando menos farragoso. “El Árbol de la Vida” dista de ser la mejor película de su director (ese honor se lo deberían disputar “Días de Cielo” y “La Delgada Línea Roja”), sin embargo, y aunque suene paradójico, no es descabellado afirmar que es su película más importante hasta la fecha. A nivel plástico es su trabajo más conseguido. Todos los apuntes estéticos que se han ido moldeando en sus películas anteriores aquí toman forma de manera definitiva. Mientras que en lo temático, se trata de una cinta que cubre todos los temas recurrentes de su director, pudiendo, como decíamos antes, englobar bajo su paraguas el conjunto de su filmografía, aportando una cohesión y un sentido de compleción que previamente estaba simplemente delineado. En su contra cuenta con que ese exceso de ambición puede resultar desproporcionado, haciendo que la conexión interna entre las dos tramas principales resulte forzada y pretenciosa. Como suele suceder con Malick, uno sigue quedándose con la sensación de que el cineasta se ha dejado en la mesa de montaje aquellos elementos que le hubiesen proporcionado a la cinta lo que necesitaba para terminar de afianzar todos los engranajes. Quizás cuando presente su anunciada versión de seis horas en formato doméstico podamos salir de dudas.

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“El Árbol de la Vida” puede ser una buena oportunidad para establecer un punto de inflexión en la filmografía de su autor. Su carácter cohesionador puede dar por zanjado un discurso que se lleva elaborando desde 1973, proporcionando a Malick una vía abierta para, a partir de ahora, impulsar otro itinerario en su carrera. Este cambio podría haberse iniciado ya. Para empezar ya ha renunciado a una de las constantes de su trayectoria, el largo periodo de reflexión entre película y película, y tiene previsto estrenar el próximo año su siguiente trabajo, aún sin título, que estará protagonizado por Rachel McAdams, Rachel Weisz, Ben Affleck y Javier Bardem.

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