miércoles, 14 de septiembre de 2011

“LA PIEL QUE HABITO”. VERDAD Y ARTIFICIO.

Pigmalion y Galatea - Jean Leon Gerome

INTRODUCCIÓN. PIGMALIÓN Y GALATEA.

En su libro “La Metamorfosis”, el poeta romano Ovidio ya nos presentaba la historia de amor de Pigmalión y Galatea, o cómo el Rey de Chipre esculpió a la mujer perfecta, Galatea, y luego, tras enamorarse de la estatua, le fue concedido por Afrodita el deseo de darle vida al marfil. Lo que en la época clásica se disfrazaba de amor apasionado, no era más que una alegoría de la obsesión del ser humano por la perfección y cómo ésta, por su carencia de defectos, acababa resultado fría y estéril. Algo de esto encontramos en la última película de Pedro Almodóvar, “La Piel que Habito”, un nuevo ejemplo en la filmografía del director manchego de melodrama obsesivo y perturbador, tras títulos como “Átame”, “Hable con Ella” o “Los Abrazos Rotos”.

ROBERT Y VERA. DE ENTRE LOS MUERTOS.

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“La Piel que Habito” nos presenta la historia de Robert Ledgard, un eminente cirujano y científico, quien movido por el sentimiento de culpa y la sed de venganza concibe una piel sintética que pueda ayudar a devolver una apariencia y una identidad a las personas con el cuerpo desfigurado. A modo de Dr. Frankenstein, la obsesión de Ledgard le llevan a trasgredir los límites de la ética empleando técnicas (la transgénesis con ADN humano) prohibidas por la comunidad científica, pero también secuestrando y experimentando con una persona que moldeará, cual Pigmalión, según sus máximas aspiraciones de belleza. Al igual que el Scottie Ferguson de “Vértigo”, mantendrá una pasión necrófaga con su esposa muerta a través de una doble creada a su imagen y semejanza. Su víctima es Vera, paradójico nombre donde el artificio y la falsa apariencia se disfraza de “Verdad” (y que da cita a uno de los múltiples guiños cinéfilos de la película como descubrimos cuando se presenta al personaje de Eduard Fernández). A través de ella, Almodóvar desarrollará también otro de los temas de la película, la construcción de la identidad a través de la apariencia física. El personaje de Vera es vaciado de su personalidad anterior con un violento cambio físico, sobre el que tendrá que construir su nueva identidad a base de injertos de piel. La relación entre ambos marcará la fina línea que separa el odio del amor, y cómo la pasión se puede alimentar también de obsesión y venganza.

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A Robert y Vera les acompañan otros personajes satélites que influirán de alguna manera en el devenir de los acontecimientos. Marilia (Marisa Paredes) es el ama de llaves de Robert, protectora y sumisa, pretende ser también la voz de la conciencia del doctor, avisándole de las consecuencias de sus actos; sin embargo, Marilia no está carente de pecados, lo que le resta autoridad moral frente al protagonista. Ella es responsable de manera colateral del abismo en el que vive el personaje y siente de manera equivocada que tiene que saldar su deuda ayudándole en sus propósitos. Parte del conflicto de culpabilidad de Marilia proviene de las acciones de su hijo Zeca (Roberto Álamo), el hombre tigre, un bruto violento que se mueve impulsado por sus instintos. Para llevar a cabo sus planes, Robert se alía con otro médico corrupto, Fulgencio (Eduard Fernández), aunque éste se encuentra motivado exclusivamente por razones económicas, utilizando la privacidad de la casa del protagonista para llevar a cabo operaciones ilegales. Toda esta red de violencia y corrupción atrapa entre sus filamentos a seres inocentes, como la inestable hija del protagonista, Norma (Blanca Suárez), o el joven Vicente (Jan Cornet).

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Pese a ésta pléyade de secundarios, lo cierto es que la dinámica de la trama pivota entre los dos protagonistas, hasta el punto de que cuando uno de los dos no está en pantalla, la cinta se resiente. Almodóvar siempre ha tenido fama de director tiránico, pero capaz de extraer grandes interpretaciones de sus actores, y aquí no es una excepción. Su reencuentro con Antonio Banderas, 20 años después de “Átame”, resulta refrescante y nos devuelve a un actor de primera fila que llevaba muchos años a la deriva. Por otra parte, Elena Anaya vuelve a demostrar que es una actriz con grandes recursos, pero que necesita de una mano férrea que la dirija (y así evitar desmanes interpretativos como “Habitación en Roma”). Como decimos, el resto de los actores se mantienen ajustados a lo que Almodóvar requiere de ellos, pero en un lejano segundo término, cediendo todo el lucimiento a las dos estrellas principales. Esto no quiere decir que no haya interpretaciones que rechinen al espectador, pero en estos casos (con Roberto Álamo/Zeca como ejemplo más evidente) no podemos acusar un fallo en la interpretación, sino un error por parte del director/guionista, como veremos a continuación.

METAMORFOSIS. ¿CAMBIA PEDRO ALMODÓVAR DE PIEL?

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“La Piel que Habito” se ha presentado como un giro en la trayectoria cinematográfica de Pedro Almodóvar, un salto del tipo de historias que suelen nutrir su filmografía (principalmente comedias desaforadas y melodramas turbulentos) hacia el terreno del fantástico, con una trama de ingredientes propios de la ciencia ficción y el terror. Partiendo de la inspiración que le supuso la novela “Tarántula” de Thierry Jonquet, el director manchego cita referentes como “Frankenstein”, “Vértigo”, “Los Ojos sin Rostro”, “La Mujer del Cuadro” o “El Coleccionista” (cinta que también le sirvió de punto de partida en “Átame”, película con la que “La Piel que Habito” guarda bastantes concomitancias, pero también muchas fugas); sin embargo, hablar de un cambio de itinerario en su carrera resulta excesivo. Más bien, como ya hiciera en otras películas anteriores suyas, Almodóvar, como buen autor cinematográfico, juega a disfrazarse para seguir manteniendo las mismas claves de su obra, ¿o acaso entre los referentes anteriores no podemos también incluir otros más habituales como Douglas Sirk o Rainer Werner Fassbinder?

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Esa envoltura de ciencia ficción se construye principalmente en el primer bloque de la cinta. Aquí el director opta por una puesta en escena aséptica, fría, distante, donde en muchas ocasiones el contacto entre los personajes no se realiza de manera directa, sino a través de diferentes pantallas que permiten, sobre todo a voyerista Robert con respecto a Vera, un acercamiento cercano con el zoom, sin evidenciar con ello aspectos emocionales. Esto último permite al director también un juego con la imagen seductor y visualmente absorbente. El tono y la estilizada belleza de este primer bloque quedan abruptamente violados con la aparición de Zeca, un personaje desmedido cuya participación supone un zarpazo del Almodóvar más alocado, suponiendo el punto más bajo de toda la cinta por lo que supone de ruptura y discordancia con respecto al resto de la película.

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Tras la presentación de personajes y ambientes, Almodóvar fuerza una segunda y una tercera interrupción de la narración con la introducción de dos flashbacks explicativos, necesarios para el desarrollo posterior de la trama y, sobre todo, para la evolución de los dos personajes principales. En el balance de lo positivo tenemos que estos dos saltos temporales sirven para diluir la frialdad y la distancia narrativa de la introducción y aportar a los protagonistas una mayor calidez emocional con la que pueda empatizar el espectador. Sin embargo, el uso de este recurso también provoca que la estructura de la película se resienta. Aquí encontramos una de las características en las que, generalmente, cojea el cine de Almodóvar, su empecinamiento en romper el ritmo de sus historias en favor de una narrativa fragmentada que no siempre resulta afortunada. En esta ocasión tal vez lo mejor hubiese sido buscar otros recursos para contar los antecedentes de la historia al espectador, o en su defecto, limitarlo a un único flashback, con el fin de que la ruptura cronológica fuera lo menos violenta posible. Además, también como suele ser habitual en el cine del director, encontramos dos interludios musicales a cargo de la cantante Concha Buika. Más allá de la belleza de las dos canciones, “Por el Amor de Amar” y “Se me Hizo Fácil”, y la delicadeza con la que Almodóvar capta la interpretación con la cámara (dos aspectos que no ponemos en duda), lo cierto es que sólo uno de estos temas tiene justificación dramática, mientas que el otro resulta gratuito y supone una nueva muesca en el ritmo de la película.

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Con el regreso de Elena Anaya a escena, en la espléndida secuencia del intento de evasión de Eva, la película vuelve a recuperar su ritmo, beneficiado además por esa mayor implicación emocional del espectador con los dos protagonistas. A partir de ese momento el duelo interpretativo adquiere un mayor significado, llevando a la historia a ese clímax de emociones enardecidas hasta el límite de lo inverosímil donde el director sabe sacar lo mejor de sí. En este viaje, el director ha solicitado al espectador su plena confianza, que suspenda su incredulidad ante situaciones y personajes improbables o inadmisibles, prometiéndole que el resultado va a valer la pena. En nuestro caso, debemos afirmar que para nosotros así ha sido, recompensándonos con un duelo final donde la violencia física no resulta tan dolorosa como la certidumbre del fin de un engaño, una farsa jugada a dos bandas, y donde, al igual que sucede con la puesta en escena de Almodóvar, la aparente metamorfosis se evidencia como un mero artificio incapaz de contener por más tiempo la verdadera identidad.

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