Hablar de Billy Wilder es hacerlo de la comedia más refinada, inteligente, audaz, cínica y, al mismo tiempo, tierna que ha surgido de los estudios de Hollywood. Heredero de la vis cómica de Ernst Lubitsch, para el que trabajó como guionista en “La Octava Mujer de Barba Azul” y “Ninotchka”, este alemán asentado en Estados Unidos desde 1934 (sus orígenes judíos le llevaron a abandonar Berlín en cuanto Hitler llegó al poder en 1933) probó suerte en todo tipo de géneros (la serie negra en “Perdición” o “El Crepúsculo de los Dioses”, el drama en “Días sin Huella”, el bélico en “Traidor en el Infierno”, el musical con “El Vals del Emperador”, el cine de juicios en “Testigo de Cargo”), siempre con resultados excepcionales, pero han sido títulos como “Sabrina”, “La Tentación Vive Arriba”, “Con Faldas y a lo Loco”, “El Apartamento”, “Uno, Dos Tres”, “En Bandeja de Plata” o “Primera Plana” los que han dejado una huella más perdurable en la historia del cine. Esto se debe a una sabia combinación de historias frescas y originales, diálogos afinados, características interpretaciones, una ácida lectura de la sociedad de la época y una lúcida capacidad para bordear los límites de la censura.
Tras un periodo de verdadero despliegue creativo durante la primera mitad de los años 60, la carrera de Wilder sufrió un parón entre 1966 y 1970, regresando a principios de esta década con dos obras marcadas por la intromisión del estudio, United Artist, “La Vida Privada de Sherlock Holmes” y “Avanti” (esta última espantosamente titulada en nuestro país “¿Qué Ocurrió entre mi Padre y tu Madre?”). Considerada una de las obras menores de Wilder y acusada de tener una duración excesiva que se acerca a las dos horas y media, “Avanti” es, por el contrario, una comedia deliciosa, en la que una vez más Wilder partía de los estereotipos para profundizar con inteligencia y delicadeza en una atípica historia de amor, sin escatimar algunas perlas de crítica a la sociedad estadounidense de la época y su carácter imperialista e intervencionista.
La trama, basada en una obra de teatro de Samuel Taylor (a quien Wilder ya había adaptado con “Sabrina”), nos presenta a Wendell Armbruster (Jack Lemmon), un hombre de negocios americano que se ve obligado a viajar a Italia, donde su padre ha muerto en un accidente de coche. Allí descubre que el supuesto retiro anual por cuestiones de salud de su progenitor ocultaba en realidad una longeva relación adúltera con una mujer inglesa, también fallecida durante el accidente. Armbruster coincide en el balneario con Pamela Piggott (Juliet Mills), la hija de la amante, una mujer de carácter un tanto peculiar, obsesionada con su sobrepeso, quien está decidida a que la muerte no acabe con la historia de amor entre su madre y el padre del protagonista. En el discurrir de esta historia jugarán también un papel decisivo Carlucci (Clive Revill), el gerente del hotel, Bruno (Gianfranco Barra) y Anna (Giselda Castrini), dos empleados del hotel, la familia Trotta (Franco Angrisano y Franco Acampora) o J.J. Blodget (Edward Andrews), un corresponsal del Departamento del Estado Estadounidense con un cierto parecido a Henry Kissinger.
El papel de Wendell recayó en uno de los actores fetiche de Billy Wilder, Jack Lemmon, un artista que a lo largo de su carrera bordó su papel de americano medio, obsesivo compulsivo, no especialmente inteligente, ni atractivo, pero generalmente de buen corazón. Aquí dirige estas características a un personaje también arrogante y determinado, acostumbrado a que se le reverencie debido al poder empresarial y político de su padre y la empresa en la que trabaja (en español perdemos el doble sentido de su apellido, “Armbruster” recuerda a “bluster” que significa “bravuconería”). Por otro lado, al igual que a su padre, este viaje a Italia le permite liberarse de las cargas de su puesto y de un matrimonio de conveniencia con una mujer controladora, para dejarse llevar por un estilo de vida más relajado y epicúreo. Por su parte, Juliet Mills borda su papel de Pamela Piggott (fonéticamente, “Piggott” es cercano a “piglet”, que podemos traducir como “cochinillo, lechón”), consiguiendo que la excentricidad inicial del personaje poco a poco vaya conquistando no sólo a su coprotagonista, sino también al público. A medida que la película avanza, va ganando atractivo y dulzura, algo decisivo para dar credibilidad al desenlace amoroso de la trama.
Billy Wilder nos plantea a través de estos dos personajes una historia de amor poco tradicional. Es cierto que juega con aspectos habituales, como el inicial choque de personalidades, los enredos y conflictos que les obligan a mantener la relación y el modo en que el entorno va suavizando sus caracteres para prepararles para el encuentro amoroso. Sin embargo, Wilder va más allá de ahí. Tanto Wendell como Pamela llegan a Italia siendo infelices, con una vida marcada por elementos externos a ellos que les han anulado como personas. Allí descubrirán esa felicidad que mantuvo unidos durante tantos años a sus padres y sin la que ya no podrán continuar con sus vidas. Pese a la extensa duración de la película, Wilder se resiste a derivar al terreno romántico, prefiriendo contar cómo estos dos personajes transgreden las servidumbres que la sociedad les ha impuesto: la obsesión por el trabajo y el estatus social en el caso de Wendell, la apariencia física y el control del apetito en Pamela. Esto produce que sea sólo en el tramo final de la cinta cuando ambos se dejen llevar plenamente por sus instintos, liberados de estos traumas y tabúes sociales.
Algo en lo que Billy Wilder era un verdadero maestro era al aplicar la máxima de que toda buena comedia debe sustentarse no sólo en la pareja protagonista, sino en un cuidado trabajo de personajes secundarios (y si no basta con recordar al prodigioso Joe E. Brown de “Con Faldas y a lo Loco”). En “Avanti” destaca especialmente la labor de Clive Revill como Carlucci. Este actor de origen neozelandés resulta imprescindible en la película con su interpretación del pulcro, equilibrado, resolutivo y siempre colaborador gerente del hotel. Es en las manos de este personaje que residen todas las respuestas de la trama y quien de manera servicial y discreta se las apaña para guiar a la pareja protagonista hacia su liberación. Además, bajo la entrañable figura de este personaje, Wilder torpedea al espectador con algunas de las frases más ácidas e hirientes de su crítica paródica de la sociedad, esbozadas de manera aparentemente inocente y sin maldad. Y es que pese a la carga de profundidad que el director deposita en sus palabras, Carlucci no tiene dos caras. Es tan sincero, honesto y distinguido como se muestra en pantalla. Somos los espectadores los que debemos pergeñar el verdadero sentido de sus frases, siendo el personaje un vehículo de la mala baba de Billy Wilder.
Como decíamos al principio, Wilder parte su crítica del terreno del arquetipo con el fin de generar personajes caricaturescos que saquen punta a la parodia y armen su discurso, pero poco a poco la progresiva humanización de algunos de estos personajes permite darles una mayor dimensión dramática. En este sentido, el choque principal se genera entre dos culturas antitéticas, la estadounidense, con su filosofía imperialista y volcada en el trabajo, y la italiana, de carácter más reposado y mundano.
Wendell Armbruster representa a los Estados Unidos de finales de los 60, una sociedad conservadora, basada en las apariencias, deshumanizada por su obsesión por el trabajo, donde las redes empresariales de sus multinacionales han pasado a convertirse en el poder a la sombra a nivel mundial. Todo aquello que arremete contra el buen funcionamiento de la imagen pública de la empresa debe ser erradicado, o al menos escondido en un lugar donde pase desapercibido por los accionistas. A primera vista, Wendell puede parecer un triunfador, es uno de los directivos de una poderosa empresa, tiene una familia estable y una vida sin escándalos. Pero como la propia sociedad rebelaría a finales de los 60, ese modelo social estaba ya apunto de perecer. En este sentido, tampoco sería muy descabellado leer la liberación del protagonista en clave de la época de la liberación sexual en Estados Unidos. Wilder termina de apuntalar esta crítica a través del personaje de J.J. Blodgett, una caricatura de la rama más ultraderechista de la política estadounidense establecida por Richard Nixon (quien había sido elegido presidente de los Estados Unidos dos años antes del estreno de la película y quien se mantuvo en el cargo hasta su renuncia en 1974, tras el Caso Watergate).
Italia por su parte, más que estar representada por algún personaje o conjunto de personajes en concreto, podemos decir que es la protagonista en sí misma. Toda la película destila esencia mediterránea, desde los paisajes, el naturalismo de algunos personajes secundarios o la música. Por supuesto que aquí también encontramos estereotipos, muchos. Desde el carácter pausado de los habitantes de Isquia, las carreteras estrechas y montañosas, la pasión de opereta entre Bruno y Anna, el carácter seudo-mafioso de los Trotta o algún guiño a Mussolini sirven a Wilder para definir con un par de brochazos la localización de cara al espectador estadounidense. Sin embargo, su trabajo va más allá de ahí. En la película, Italia es más que un espacio físico, es un estado emocional, aquel que han perdido los dos protagonistas, el que disfrutaban sus padres un mes al año y cuyo principal guardián resulta ser, una vez más, Carlucci, punto de conexión entre ambos mundos.
En esta descripción de Italia, juega un papel fundamental la música que acompaña a la historia. Para esta labor, Wilder escogió a un compositor italiano, Carlo Rustichelli, en lugar de recurrir a los compositores habituales de su cine anterior (André Previn o Adolph Deutsch). Esto no requiere mucha explicación, hacía falta un músico conocedor de la música tradicional de la zona, capaz de reflejar a la perfección ese ambiente cálido mediterráneo. Además, Wilder quería que la partitura estuviera plagada de composiciones tradicionales, arregladas para la ocasión. Rustichelli no sólo aportó las melodías idóneas, también las orquestó a base de instrumentos como la mandolina, la armónica, el acordeón, la guitarra o la bandurria que dieron a la película una sonoridad cargada de luminosidad, vitalidad y belleza. Acompañados por estos temas, era imposible que los dos protagonistas no terminaran rindiéndose al amor y la pasión.
Un elemento chocante y llamativo de la película, por atípico en una producción de estas características y de esta época es el uso que hace Wilder de los desnudos. Es cierto que las referencias sexuales fueron una constante a lo largo de su carrera, esquivando siempre con ingenio la poca permisividad de la censura; sin embargo, el hecho de atreverse con determinadas escenas donde se muestra no sólo parte del físico de Juliet Mills, también del propio Jack Lemmon resulta sorprendente. En cualquier caso, no se trata de escenas gratuitas, sino que ilustran perfectamente la paulatina liberación y ruptura de tabúes de los dos protagonistas. Y es que conectado con esto podemos encontrar otro de los discursos de Wilder en la película, la confrontación de la moralidad con la falsa moralidad.
El director parte de una situación aparentemente escandalosa para la mentalidad conservadora de la época en Estados Unidos (un hombre que mantiene una relación adúltera con una mujer, citándose cada año durante un mes en otro país a espaldas de la familia de éste) y la confronta con la hipocresía imperante. El propio Wendell llega a decir que tener escarceos amorosos con diferentes mujeres de manera regular puede ser justificable, pero el mantener una relación tan duradera no es permisible; por no hablar de la falta de amor que se trasluce tanto en el matrimonio de sus padres como en el suyo propio, frente a la romántica y tierna historia de amor que existía entre los amantes fallecidos y que empieza a fraguarse entre sus hijos. Esta dicotomía se suma de esta manera a la confrontación entre la deshumanización de la sociedad moderna representada por Estados Unidos y la pasión y el romance que destila Italia.
“Avanti” no podrá eclipsar la maestría de “La Tentación Vive Arriba”, “Con Faldas y a lo Loco”, “Uno, Dos, Tres” o “Primera Plana”, pero, desde luego, sí es una película de Billy Wilder que merece ser reivindicada más allá de su valoración actual. Por su delicadeza, por su vitalidad, por su canto al amor, la pasión y la belleza, por su fina ironía y por la química que destilan sus actores. Es cierto que su duración sobrepasa los márgenes preestablecidos por la industria para una comedia y para algunos esto puede parecer excesivo, pero se trata de unos inolvidables y deliciosos 144 minutos en Isquia en la mejor de las compañías.
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