jueves, 20 de noviembre de 2014

“INTERSTELLAR” / “ORÍGENES”. LA CIENCIA COMO MACGUFFIN

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La función de la ciencia es recopilar datos y analizarlos para poder entender el mundo que nos rodea. Lo que miles de años atrás era religión o fantasía, hoy son elementos cotidianos de nuestro día a día. Sin embargo, sigue existiendo muchos conceptos con los que convivimos, que aún no somos capaces de explicar. La finalidad del arte es también lidiar con estos conceptos, aunque en este caso no tanto para definirlos o dilucidar el sentido de su existencia, sino para aceptarlos y convivir con ellos pese a nuestro desconocimiento. Es precisamente cuando abandonamos el terreno de lo concreto y nos adentramos en la metafísica, donde la ciencia aún no cuenta con datos suficientes para dar una respuesta razonada y se ve abocada a la especulación. En las últimas semanas, este conflicto entre la razón y lo espiritual ha sido el centro de dos de las películas que han llegado a nuestras carteleras, “Interstellar” y “Orígenes”. Se trata de cine de ciencia ficción, cine discursivo, de conceptos, más que de argumentos concretos, pero donde las herramientas empíricas de la ciencia se vuelven recursos para la reflexión artística.
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Ambas películas se apoyan en teorías científicas para armar una trama que se escuda en los misterios del universo. La primera mirando hacia las estrellas, la segunda a esa galaxia que conforma la lente intraocular, encontrando en ambas un discurso enraizado en la existencia del ser humano. “Interstellar” nació por el interés de Christopher y Jonathan Nolan en trasladar las teorías de Kip Thorne sobre los agujeros de gusano al contexto cinematográfico, de la misma manera que las teorías psicoanalíticas del sueño y la arquitectura de la mente sirvieron de base para la trama de “Origen”. En la película podemos encontrar un cuidado exquisito a la hora de trasladar los estudios de este físico teórico a una trama de viajes espaciales, en lo que se refiere al tratamiento que se le ha dado a los conceptos de agujero de gusano y agujero negro, pero sobre todo a elementos más abstractos como la teoría dimensional o la teoría funcional de la densidad. Ello nos lleva a un elaborado relato de lo que supondría un viaje espacial, la aplicación de la teoría de la relatividad en cuanto al paso del tiempo en el espacio, o la posibilidad de encontrar otros planetas habitables por el ser humano. Por su parte, “Orígenes” ahonda en el interés del cineasta Mike Cahill de tratar aspectos de carácter existencial en sus películas. Su película habla de la evolución continua a la que se ve sometida el ser humano en particular, y todo organismo viviente en la tierra, en general. Todo ello se argumenta a través de la singularidad del globo ocular, cómo los organismos superiores contamos con un sentido de la vista más complejo, pero también como la lente intraocular se convierte, al igual que la huella dactilar, en un identificador de cada individuo, con características propias que le diferencia del resto de los miembros de su especie. De esta manera, para Cahill, el ojo se convierte en una metonimia del propio origen y la existencia del ser humano. A partir de esta base, el cineasta reflexiona acerca de lo que supondría encontrar a dos personas con biometrías oculares idénticas. En las dos películas el componente discursivo, cerebral, está muy subrayado, siendo su principal reto conseguir hacer asequible la física teórica o la biología molecular al espectador general para que pueda seguir el desarrollo de la trama. Se trata de un obstáculo importante, ya que por regla general, el público, especialmente el de cine de consumo, está más habituado a tramas dinámicas donde los conceptos se desarrollan junto con la acción, mientras que aquí tanto Christopher Nolan como Mike Cahill dedican bastante metraje a teorizar en torno a los conceptos básicos de sus respectivas obras. Sin embargo, no nos dejemos engañar, la física teórica o la biología molecular no son el tema central de estas películas. El componente puramente científico en ambos casos es el McGuffin, es decir, como nos explicaba Alfred Hitchcock, esa excusa argumental que el director necesita para que los personajes avancen en la trama, pero que en realidad carece de relevancia por sí misma. Evidentemente, cuanto más cuidado esté desarrollado este componente, más ayuda a la verosimilitud del contexto general, al mismo tiempo que sirve de gancho para llevar al espectador hasta el verdadero territorio al que quieren conducirle los directores; sin embargo, no debemos olvidar que por mucho que se base en estudios reales, certificados por estudiosos de prestigio internacional, una película sigue siendo una obra de ficción y por lo tanto capaz de establecer sus propias leyes físicas siempre y cuando mantengan una coherencia interna.
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Por esto podemos decir que pese a esta estructura empirista sobre la que se construye el guion, lo cierto es que los intereses temáticos de ambos directores van en otras direcciones. Si ya de por si el juego dialéctico que nos proponen es un reto ambicioso, lo cierto es que ese lenguaje científico no busca realmente descubrir los secretos del universo o de la biología molecular, sino situar el puntero en conceptos más etéreos o metafísicos. Christopher Nolan nos lleva de viaje por la galaxia, como si de Star Trek se tratara, allí a donde ningún ser humano ha llegado antes, para reflexionar no sobre la naturaleza del cosmos, sino sobre un aspecto tan humano y próximo, pero al mismo tiempo tan insondable, como es el Amor, concretamente el amor paterno filial. No es baladí que inicialmente esta película fuera ideada para ser dirigida por Steven Spielberg, cineasta que ha articulado gran parte de su filmografía entorno al tema de la relación entre padres e hijos. Los hermanos Nolan aceptan el reto de intelectualizar la faceta emocional del ser humano de acuerdo a conceptos de la física teórica para explicar algo más propio del campo de la metafísica, a riesgo de que sus planteamientos no sean admitidos por el público. En el caso de Cahill, el ojo se convierte literalmente en el espejo del alma. Aquí el choque entre razón y espiritualidad queda más subrayado que en la cinta de Nolan. El director de “Otra Tierra” convierte a sus personajes en voces de ambos bandos, imperando la ambientación esterilizada del laboratorio científico, de la disección y la experimentación para intentar deconstruir lo que une el cuerpo físico con lo incorpóreo. De nuevo el uso del empirismo para tratar temas tradicionalmente delegados en manos de la teología o la filosofía. Como en el caso de la cinta de Nolan, los acontecimientos particulares de un individuo no se presentan como hechos aislados, sino piezas de un puzzle existencialista que corrobora la simbiosis que comparten todos los seres vivos y cómo ese componente inmaterial, pero sensitivo, que denominamos alma sirve de cadena que nos vincula no sólo con las personas de nuestro entorno, sino de cualquier parte del planeta o el universo. Como hemos visto, ambas películas nacen de un concepto y todo el proceso narrativo queda subordinado a ese componente abstracto, siendo para ambos cineastas más importante mantenerse fieles a esa idea que la propia coherencia narrativa de la obra. Podríamos acusar a ambos títulos de depender de una narración un tanto forzada, donde una situación conduce obligatoriamente a otra y así hasta el desenlace con el fin de avalar la tesis de la película. Los dos cineastas actúan como demiurgos de su propio universo, convirtiendo la casualidad en predestinación. Sin embargo, esto que para algunos espectadores pueda parecer demasiado tendencioso y arbitrario, no es más que otro argumento que juega a favor de la tesis de ambas películas acerca de la conexión existente entre todos los seres vivos.
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Los dos personajes protagonistas de ambas películas comparten una misma creencia en la ciencia por encima de la fe, la necesidad de contrastar todo aquello que sucede a nuestro alrededor y buscar una explicación en lugar de dejarse llevar por cualquier dogma o la superchería. Se trata de la voz de la razón enfrentada a lo desconocido, aferrándose a ese empirismo que hemos comentado en medio de un viaje físico y espiritual. Cooper, el protagonista de “Interstellar” atraviesa el universo en busca de un mundo habitable para la humanidad; Ian Gray, el protagonista de “Orígenes” se sumerge en una galaxia microscópica, al mismo tiempo que también recorre medio mundo buscando pruebas que corroboren la existencia de biometrías oculares idénticas. Sin embargo, en ambos casos, más que el trayecto espacial que recorren, lo importante es el descubrimiento emocional que realizan y que puede alterar sus creencias y su visión de la existencia. Se trata de dos personajes diferentes, pero que no sólo cuentan con una evolución personal similar, sino que además, ambos directores concluyen sus películas dejándoles en el mismo escalón existencial. Resulta curioso ver como el último plano que nos concede Nolan de su protagonista coincide con el que Cahill ofrece del suyo. Matthew McConaughey sigue encadenando espléndidos personajes en ésta, su mejor etapa como actor. Tras “True Detective” o “Dallas Buyer’s Club”, Cooper es una nueva ocasión para que el actor demuestre su talento interpretativo, ofreciendo un trabajo emotivo, intimista, pero midiendo con cuidado cada expresión, cada gesto. Bajo un cierto hieratismo el actor logra trasmitir al espectador el conflicto interno del personaje, su talante cerebral, pero también la herida emocional que le supone dejar atrás a sus hijos. Cooper es Ulises, el héroe griego que debe afrontar un viaje imposible para poder regresar junto a su familia, un símil que cobra aún más sentido con ese plano final de la película, que recuerda irremediablemente a la conclusión de “La Odisea” de Homero. Por su parte, Michael Pitt mantiene con su papel protagonista en “Orígenes” su posición como referente del cine indie. Descubierto en “Soñadores” de Bernardo Bertolucci, el actor ha mantenido una personalidad cercana a la cultura indie que contagia sus personajes en títulos como “Last Days”, “Delirious”, el remake de “Funny Games” o en la serie de televisión “Boardwalk Empire”. Su Ian Gray comparte con otros personajes suyos una cierta ambivalencia moral. Profesionalmente implicado en sus teorías, hasta el punto de que éstas responden a su propia obsesión personal por los ojos de las personas, se escuda en su condición de científico para negar cualquier cosa que la razón no pueda explicar. Por otro lado, la seguridad que tiene en su trabajo le falta en sus relaciones sentimentales, presentándose como un personaje inseguro y errante. Finalmente será su sentimiento de culpabilidad por esa actitud emocional lo que lleva a plantearse otras perspectivas existenciales.
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Al igual que los dos protagonistas, cada personaje secundario de ambos títulos juega un papel predefinido de acuerdo al carácter conceptual de la trama. Así por ejemplo, en “Interstellar”, el personaje de Michael Caine cumple una función explicativa de la trama. Es a través suyo que los hermanos Nolan desgranan toda la teoría de la película para hacerla accesible al espectador. Curiosamente, será por ser un actor ya veterano, éste parece ser un papel recurrente en muchos de los títulos recientes del actor, a quien, al igual que a Morgan Freeman, su veteranía y prestigio parecen proporcionarle un grado de credibilidad con el público. Anne Hathaway se reserva uno de los roles más difíciles de la película, ya que frente al personaje protagonista, la Dra. Brand es la encargada de abrir la puerta la variable emocional dentro de las teorías científicas que marcan el itinerario de los astronautas. Frente a estos personajes, en la cinta encontramos también varios personajes vacíos o mal perfilados, posiblemente víctimas de recortes de metraje en postproducción. El hijo mayor de Cooper tiene una mayor presencia antes del viaje del protagonista, en la etapa interpretada por Timothée Chalamet, mientras que su época adulta, encarnada por Casey Affleck, carece del desarrollo dramático necesario para comprender la evolución del personaje. Otros, como Getty, al que da vida Topher Grace, no aportan absolutamente nada a la trama, dejando esa impresión de que había más detrás del personaje de lo que finalmente llegó a la pantalla. En “Orígenes” la dicotomía entre ciencia y espiritualidad recae también en los personajes de Brit Marling (Karen) y Astrid Bergès-Frisbey (Sofi). La primera, intelectualmente, se acerca más al perfil del protagonista, por lo que sirve de interlocutora para que ambos personajes puedan teorizar en voz alta e intercambiar reflexiones con las que explicar de manera más dinámica esa parte discursiva de la película. Por otro lado, la segunda supone un desafío para el personaje de Michael Pitt, ya que si éste representa la razón pura, ella simboliza lo emocional, lo espiritual por encima del intelecto. El protagonismo de la cinta queda concentrado casi exclusivamente en estos tres personajes protagonistas. Podríamos añadir también la presencia de Steven Yeun, como Kenny, el compañero de laboratorio del protagonista y su ocasional Pepito Grillo, aunque este rol ético lo acaba compartiendo con Karen, hasta que finalmente Kenny acaba volviéndose irrelevante para la trama. Otros personajes como la Dra. Simmons (Cara Seymour), Priya Varma (Archie Panjabi) o Salomina(Kashish) cumplen una función concreta y puntual, importante para el desarrollo de la historia, pero con escaso metraje como para desarrollar personajes más complejos.
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Si, tal y como hemos visto, temáticamente podemos relacionar ambas películas, estéticamente se trata de obras muy diferentes, deudoras también del tipo de producción a la que perteneces. “Interstellar” es una gran superproducción ($165.000.000), que viene firmada por uno de los cineastas más reputados del Hollywood actual, con un reparto encabezado por actores de peso en la industria. Mientras que “Orígenes” es una cinta independiente, de presupuesto modesto ($27.652), realizada por un director procedente del mundo del documental, ajeno a los grandes estudios, y protagonizada por actores más vinculados con la televisión o las producciones marginales de hollywood. Hasta la fecha, Christopher Nolan ha dirigido siempre películas de aspiraciones trascendentales. Desde “Following” hasta la actualidad, su filmografía se ha caracterizado por ser títulos ambiciosos, conceptualmente complejos, pero sin desatender las posibilidades comerciales de la cinta. Para este último trabajo, y siguiendo la estela de su contemporáneo Alfonso Cuarón el año pasado con “Gravity”, su intención era alejar a la ciencia ficción del marco juvenil para apostar por un tratamiento adulto del género, tomando como referentes cineastas como Andrei Tarkovski, Stanley Kubrick, Steven Spielberg o Robert Zemeckis (referentes que, todo hay que decirlo, tienen mucho peso argumental en la película, hasta el punto de poder dilucidarse su desenlace si se conocen algunas de sus obras, y hasta ahí podemos leer). Definido generalmente como un cineasta frío y cerebral, aquí debía afrontar el reto de dirigir una cinta donde el componente emocional era decisivo, optando por intelectualizar este factor para acercarlo más a su propio enfoque. De todas sus películas es la que trata de manera más clara el apartado emotivo de sus personajes (aunque si bien es cierto que éste era un ingrediente que hubiese quedado más y mejor subrayado en manos del inicialmente previsto Steven Spielberg, un cineasta más acorde con esa descripción afectiva que se establece entre los personajes). Así, la presentación agresiva de los diferentes entornos en los que se desarrolla la historia se convierte en el modo que tiene el director de visualizar los conflictos emocionales de los personajes. Esto aporta a la cinta también diferentes texturas, que van desde el moribundo, desértico, escenario terrestre, con el planeta prácticamente convertido en un territorio baldío, al amenazador entorno acuático del primer planeta, o el frío y punzante ecosistema del segundo, pero destacando sobre todo el vacío abismal del espacio. Todos ellos visualizados, en cierta forma, con una belleza propia y particular, pero sin obviar que bajo ella anida tanto una promesa de futuro como la amenaza de la destrucción. Para ello, el director ha preferido optar por el uso de elementos físicos dentro de la escenografía, recurriendo a la infografía únicamente cuando ha sido estrictamente necesario. De esta manera, la imagen de una mayor sensación de realismo y potencia la verosimilitud de la interpretación de los actores. La narrativa del cineasta es poderosa, de aliento épico en cada uno de sus planos, de manera que cada encuadre refleje las altas ambiciones tanto intelectuales como narrativas de su autor a la hora de escenificar la odisea de su protagonista. En nuestra opinión, este aliento épico de la narración cuenta también con una contrapartida negativa. Sin hacerse larga, las casi tres horas de duración de la película nos parecen excesivas y una más atenta labor en montaje podría haber aligerado mejor el metraje.
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Cahill no cuenta con el presupuesto de Nolan, y por lo tanto debe jugar con un acercamiento a la ciencia ficción con los pies más en la tierra. Tampoco sus diferentes bagajes se pueden comparar. Cahill proviene del terreno de la no-ficción, del cine documental, y eso se puede apreciar en su puesta en escena basada más en una narrativa de seguimiento, cámara en mano. Se trata de una narrativa más libre, atenta al desarrollo natural del plano, pero también por eso mismo imperfecta en su ejecución, frente al encuadre medido de manera milimétrica que propone Nolan. El director también distingue narrativamente las partes donde predomina la perspectiva empirista del protagonista (ejecutadas con este estilo documental que hemos comentado) de aquellas donde impera lo espiritual y sensitivo. En estas últimas el cineasta busca una planificación más intimista y poética, jugando con el encuadre y el ralentí como subrayado emocional. Estos dos elementos se combinan aportando a la cinta lo que podríamos denominar una estética de realismo poético. En cualquier caso, al contrario que Nolan, Cahill no busca tanto llamar la atención sobre la narración como subordinar la planificación y el montaje enteramente a las necesidades de los personajes y los actores. Sólo hay dos planos en toda la película donde el cineasta ha querido destacar el trabajo de cámara por encima de los personajes, y se trata de dos escenas con un significado especial dentro de la película, íntimamente conectadas, donde el travelling circular sirve de énfasis de cara al espectador. Se trata de dos planos que rompen por completo el tono de la narración, pero que lo hacen de manera premeditada, buscando que esa ruptura haga más consciente al espectador de la importancia de esos dos momentos. Temporalmente, la trama está ambientada en el presente con un ligero salto a un futuro cercano. De esta manera, la cinta no requiere de una ambientación especial y permite al director rodar en espacios urbanos reales. Únicamente en la secuencia de la visita a la Dra. Simmons podemos apreciar una cierta estilización futurista, mientras que el resto de los espacios (el laboratorio donde trabaja el protagonista, su casa o los exteriores) o el estilismo de los personajes apuestan más por una estética cotidiana y contemporánea, perfectamente coherente, además con el espíritu indie de la producción.
 
La música juega también un papel protagonista en ambas películas. La partitura de Hans Zimmer se convierte en un verdadero hilo conductor de la película, con una presencia casi constante y que evita la construcción narrativa tradicional de la música para el cine para optar por un acercamiento más experimental. El compositor alemán juega con las sonoridades electrónicas, la orquestación y un coro de 60 voces, como ya hiciera con anteriores películas de Nolan, llevando un paso más allá ese trabajo previo. Mención aparte se merece el uso del órgano. Mientras, como hemos comentado, la puesta en escena de Nolan apuesta más por intelectualizar la trama y el componente afectivo de los personajes, la música es la encargada de aportar ese fondo emocional con el que el espectador pueda empatizar. Para ello, Zimmer escogió un órgano de tubo Harrison&Harrison de cuatro teclados de 1926 como instrumento solista, aportando a la música una sonoridad especial, de carácter espiritual. El efecto obtenido es clave para el éxito de la película, aunque, en nuestra opinión, con esta decisión Zimmer ha apuntado una cierta lectura sacra al conjunto que no casa con los propósitos de Nolan, quien en todo momento evita dar una interpretación religiosa, y mucho menos católica, de la película. Pese a esto, no podemos más que congratularnos con un trabajo que supone la recuperación del mejor Zimmer, quien por lo general anda demasiado ocupado con propuestas puramente alimenticias con las que mantiene su estatus de compositor estrella en Hollywood. “Orígenes” también opta por un acercamiento musical atípico, destacando la partitura musical creada por Will Bates y Phil Mossman y la incorporación de la canción “Dust It Off” del grupo The Dø. Los primeros apuestan por un trabajo basado en las cuerdas y el piano como instrumentos musicales, combinados con electrónica para darle al conjunto un tono ecléctico y etéreo, propio del New Age. Así, más que una función narrativa, la partitura se preocupa por generar una música atmosférica y sugerente. La canción de The Dø remite a la estética indie de la película, sirviendo de leitmotiv para la relación entre Ian y Sofi. Se trata por lo tanto de una propuesta más modesta, acorde a las necesidades de la película, pero que al igual que el trabajo de Zimmer, juega un papel más relevante del que habitualmente se le da a la música, posicionándose en primer plano, por encima de efectos de sonido e incluso, en determinados momentos, del diálogo.
 
“Interstellar” llegó a la pantalla como uno de los títulos esperados del año, y como tal ha cumplido generando debate y contraste de opiniones a su alrededor. Sin ser una obra redonda, si resulta una exquisita muestra del despliegue visual de su director y un ejemplo del gusto de éste por realizar obras complejas, con diferentes capas de lecturas. “Orígenes”, por su parte, ha supuesto la confirmación de Mike Cahill tras su excelente debut con “Otra Tierra”, demostrando tener una voz propia a la hora de abordar un tipo de ciencia ficción de corte existencialista. La coexistencia de estas dos películas en cartelera supone no sólo una feliz reunión de dos espléndidos títulos de ciencia ficción reflexiva y discursiva, también puede servir para complementar ambas miradas y enriquecer el visionado de estos dos trabajos.
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