Todas las sociedades tienen sus mitos
y leyendas relacionadas con lo sobrenatural y la forma en que nos relacionamos
con el lado oscuro de la naturaleza. El miedo a lo desconocido, a lo que no
podemos controlar, a esa parte del mundo natural que aún nos es ignota abre las
puertas a todo tipo de fabulaciones y supercherías. La llegada de los colonos a
Norteamérica trajo consigo sus supersticiones europeas, que, al chocar con todo
ese mundo inexplorado y ominoso, generó, junto con el ansia de conquista, una
visión demoníaca de todo aquel territorio. De ahí surgió en parte el genocidio
de las tribus indias, pero también apuntaría al interior de la comunidad en
forma de la caza de brujas a finales del siglo XVII. Nacido en New Hampshire en
1982, Robert Eggers creció rodeado por ese folclore de Nueva Inglaterra y sus
relatos sobre aquelarres y brujería. De ese bagaje surge “La Bruja”, una cinta que
se divide en dos tipos de idolatrías, las provocadas por el puritanismo
fanático de la familia protagonista y la que pertenece a la magia negra y la
veneración de Satanás.
Argumentalmente austera, la película apunta,
en su discurso principal, hacia los abusos del fanatismo religioso y cómo este
comportamiento alucinado puede desembocar en violencia, incluso hacia aquellos
a los que más queremos. La actitud extremista y vehemente del padre de familia,
los crecientes recelos de la madre hacia su hija mayor, el emergente espíritu
de rebeldía de la joven adolescente, el sentimiento de culpabilidad del hijo
mediano ante el despertar de su sexualidad o las contagiosas acusaciones de los
más pequeños tienen ecos precisamente de aquel fanatismo acusatorio entre
vecinos y familiares que definieron los juicios de Salem. La incapacidad de
aceptar los fracasos y la necesidad de transferir nuestros temores internos a
un elemento externo, ya sea una nebulosa figura sobrenatural (la bruja) o a las
personas más cercanas a nosotros (una hija) establece en la cinta una reflexión
en torno a la teoría del miedo tan válida para la sociedad del siglo XVII como
para el resurgir de los fundamentalismos en pleno siglo XXI. De esta manera,
como hiciera Arthur Miller con “El Crisol” (referente ineludible para un título
como el que aquí nos ocupa), “La Bruja” se convierte en una cinta de terror
psicológico con un discurso más actual y cercano de lo que nos gustaría
admitir.
Sin posicionarse en un lado u otro,
el director no niega tampoco la existencia de ese mal oscuro y arraigado en una
faceta siniestra de la naturaleza, que él representa con un conjunto de
imágenes sobrecogedoras y sugerentes de ramas y raíces enrevesadas, siniestros
machos cabríos y, sobre todo, esa presencia intermitente de la bruja. Si bien
el cineasta prefiere ser honesto con su audiencia y deja en evidencia desde un
principio la existencia de la magia negra en el bosque, particularmente,
hubiésemos preferido que el director hubiese mantenido el suspense sobre el
componente sobrenatural hasta el clímax final, reservando la incertidumbre
sobre si realmente hay un componente mágico o es mera superstición. Al fin y al
cabo, si bien las acciones de la bruja sí suponen el detonante de la
desintegración de la familia protagonista, lo cierto es que, por lo que nos
muestra la película, ésta proviene de un caldo de cultivo anterior.
Eggers aprovecha la austeridad, no
sólo argumental, sino también narrativa, para proponer una puesta en escena que
evita el sobresalto gratuito y prefiere jugar más con la atmósfera enrarecida
que rodea a los personajes. En contra del canon del cine de terror actual,
evita los juegos de montaje y prefiere un mayor estatismo de la imagen. La composición
del plano y la dirección de fotografía evidencian una gran influencia pictórica
y Eggers enclaustra a sus personajes en claustrofóbicos planos fijos que
alimentan la tensión y la inquietud del espectador. Pese al enfoque realista de
la película, existe también un componente poético que, sin caer en el
esoterismo, da a la historia y a la estética de la cinta un valor desligado de
la realidad. La representación de la violencia es seca y contundente, no
abusando de la sangre, pero sí dejándole un par de momentos de protagonismo al
componente gore en la cinta. A esto se suma también el complemento de la música
y los efectos de sonido, cuya función es mantener al espectador en un continuo
estado de sugestión y amenaza.
Del reparto podemos destacar el protagonismo
de Anya Taylor-Joy, actriz de breve andadura previa en televisión y cuyo debut
en la gran pantalla con esta película supone todo un descubrimiento por su
capacidad para conciliar las diferentes capas de su personaje. Estas
excelencias no restan valor al resto de su reparto, también formado por actores
de escaso reconocimiento previo para el público, pero que se amoldan a la
perfección a sus personajes. Es cierto que la labor de ambientación es
fundamental y Eggers se apoya sobre todo en el componente atmosférico y en la
puesta en escena de la cinta, pero sin un reparto tan preciso, la película no
hubiese conectado con el público de manera tan eficaz y es que no hay pega que
podamos poner a la labor de casting, ni a la dirección de actores en la
película.
“La Bruja” es uno de esos casos donde
“menos es más”, la dosis de suspense, horror primigenio, tensión psicológica y
referencias sobrenaturales está muy medida y controlada, sorprendiendo ese
control en manos de un director debutante. Si bien a nuestro entender se
apresura a la hora de mostrar sus cartas, lo que resta intensidad al clímax
final al poner al espectador en preaviso, esto es un leve apunte para lo que
es, sin duda, uno de los debuts más prometedores en años.
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