jueves, 25 de octubre de 2018

“LA CUEVA DE LAS MUJERES”. EL MAL.


A lo largo de la historia de la humanidad, la palabra “bruja” (o cualquiera de sus análogas) ha traído consigo connotaciones negativas. La superstición, el miedo a lo sobrenatural, al otro, a la conexión íntima con la naturaleza, a un sentido de la sexualidad liberado de los corsés patriarcales, a afrontar aspectos de nuestra naturaleza vetados por la religión o la sociedad llevaron a nuestros ancestros a construir una imagen de un determinado tipo de mujer como peligrosa, malvada, perversa, satánica, tentadora. Al igual que ha sucedido con otro concepto más moderno, pero emparentado, como es la Femme Fatale, el desarrollo de las teorías feministas ha ayudado a dar la vuelta a la tortilla, cogiendo este concepto de origen patriarcal y reinterpretándolo en clave de liberación de la mujer.
Desde su plataforma del Proyecto Bentejuí, la obra de Armando Ravelo ha querido adentrarse en terrenos reivindicativos ya sea del patrimonio aborigen prehispánico del archipiélago canario, como de la figura de la mujer en nuestra sociedad. En la filmografía de este cineasta hemos encontrado un afán historicista (aunque no necesariamente defendiendo la versión oficial de la historia, pero sí apoyándose en profusa documentación), así como una preferencia por dar la voz principal a los personajes femeninos, mujeres de carácter fuerte, rebeldes, cuya propia personalidad le genera una confrontación social. Para su nuevo cortometraje, “La Cueva de las Mujeres”, Ravelo ha querido dar un salto en el tiempo, situándonos no en la Canarias prehispánica, sino en plena dictadura franquista, sin embargo, pese a ello, algunos de los principales elementos definitorios de su cine anterior permanecen aquí presentes.
Como en sus obras anteriores, Ravelo se ha preocupado en dotar a la película (dentro de la modestía de medios disponibles) de una dirección de arte que refleje la época en la que tiene lugar la historia. Si en títulos como “Ansite” o “Mah”, se hizo un esfuerzo por emplear un acercamiento a la lengua aborigen; aquí, se hace una notable labor lingüística para que los diálogos respeten la idiosincrasia léxica y fonética del habla canaria. La tradición, más aún, la defensa de una tradición prohibida por una figura colonizadora y jerarquizadora (los españoles frente a los canarios, el hombre frente a la mujer, la sociedad moderna frente al legado ancestral), juega aquí un rol fundamental. La vinculación atávica de la mujer con la naturaleza, ese mundo esotérico de curanderas, rezadoras, que viene de antiguo y se ha traspasado generación tras generación, oculto a plena luz, se convierte aquí en una herramienta anticolonial, distinguidora de los verdaderos herederos de la cultura aborigen de aquellos con raíces peninsulares y cuyo propósito es erradicar toda muestra de cultura o folclore isleño. Que este legado sea conservado principalmente por mujeres supone una doble transgresión. El personaje de Sagrario, casada con un guardia civil, debe afrontar una doble discriminación y desprecio como mujer y canaria por parte de su marido. El maltrato físico y psicológico al que se ve sometida y el modo en que éste es disculpado y aceptado por la sociedad añade otra capa de denuncia al cortometraje.

Estos elementos temáticos y pedagógicos dentro de la película no están reñidos con un trabajo narrativo moderno y atractivo para el público. La cinta abre con un prólogo luminoso, donde el espectador respira y se deja llevar por un atractivo componente paisajístico. Afortunadamente, después de esto, Ravelo deposita la cámara a ras del suelo (no lo decimos por este cineasta, pero ¡cómo han vulgarizado los drones el uso de planos cenitales o aéreos!). A partir de ahí, la puesta en escena cambia y de los grandes planos generales pasamos a un uso claustrofóbico y asfixiante de los planos cortos. La luz desaparece y se imponen las escenas nocturnas. La narrativa de Ravelo se vuelve inquietante y siniestra. El director juega con los patrones del cine de terror y el suspense para generar una atmósfera angustiosa. Crea una imaginería turbadora e intrigante, aunque en todo momento el componente sobrenatural queda en un segundo plano y sin llegar a tomar forma evidente. Si bien, como decíamos antes, hay un valor pedagógico e historicista, no es la intención del director convertir el corto en un catálogo de rituales ancestrales, sino que juega también con la sugerencia y la elipsis. En “La Cueva de las Mujeres”, el mal no surge de cuestiones mágicas o demoníacas, sino que el discurso de Ravelo apunta más a un retrato humano.
En esto último juega un papel determinante el trabajo de los actores. Después de “La Tribu de las Siete Islas”, el anterior trabajo de Armando Ravelo y su primer largometraje, Sigrid Ojel vuelve a defender a un personaje enfrentado con la sociedad, alguien de una personalidad poderosa que, por su propia naturaleza, es identificado como una amenaza al status quo, escondiendo su propio carácter para no desatar la violencia. Ojel cuenta con una espléndida presencia en pantalla y con una poderosa mirada que viste la condición rebelde de su personaje e hipnotiza al espectador. Romina Vives como Doña Brígida o Paula Garó como Catalina, aportan también un excelente valor interpretativo (en el caso de la primera, apoyado además por un cuidado trabajo de caracterización que da al personaje una inquietante presencia en pantalla). Si bien, como decíamos antes, el cineasta no ahonda en los rituales, el peso que da a su presencia como guardianas de la tradición y el componente misterioso que las acompaña ayuda a crear un retrato vivo y complejo. Por el contrario, sí encontramos un perfil más maníqueo en lo que se refiere al bando colonialista y franquista de los personajes. Elena, la señora de clase alta interpretada por Amanda Fuentes, nos parece un personaje desdibujado. Su participación en la historia es puntual (aunque desencadenante) y le falta continuidad. Sirve para provocar el discurso que diferencia la brujería de la península con la de Canarias, pero carece del retrato más honesto que sí hace Ravelo de las otras mujeres. A esto no ayuda tampoco la labor de Fuentes, que resulta impostada y empalagosa. Lo mismo podemos decir del papel de Toni Báez. Su rol como marido y representante de la autoridad del pueblo se decanta por un retrato más bidimensional, maníqueo y romo. Mientras que los personajes de las brujas cuentan con más aristas y trasfondo, el personaje de Miguel parece más un villano de opereta. Es cierto de que hablamos de un cortometraje que por su duración se sitúa en el límete de lo actualmente aceptado dentro de este formato, pero, en nuestra opinión, un mayor desarrollo de este personaje hubiese redundado en un crecimiento de los roles femeninos. Sin embargo, afortunadamente, aquí el actor sabe defender muy bien su papel y equilibra la balanza, supliendo las carencias con las que contaba en personaje sobre el papel. En lo referente al resto del reparto masculino (Alejandro Rod y Abián de la Cruz) nos resulta menos atractivo, en parte por contar con roles también poco desarrollados, y en parte por no ser capaces los actores de aportar la verosimilitud necesaria con sus interpretaciones. 
Pese a estas últimas consideración, “La Cueva de las Mujeres” resulta un trabajo consecuente y notable por parte de Armando Ravelo, quien logra aquí distanciarse de sus títulos anteriores sin perder su identidad y manteniendo una coherencia temática y estilística encomiable.  

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